Confesiones de un matón de instituto

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

Se sospecha que en los años locos del instituto participé en la burla generalizada hacia algunos de los chicos que la oficialidad educativa catalogaba de estudiantes "con necesidades especiales". El hecho de que los frecuentara con segundas, de que los abordara (sus reticencias no eran pocas, como se comprenderá) con la intención de sustraerles algunas palabras, algunas ideas, alguna manifestación, era comúnmente interpretado como un gesto de mofa silenciosa, de taimada hipocresía.

Creo, mirándolo en retrospectiva, que tenía más de asombro de mosca cojonera que revolotea alrededor de las cosas que le resultan odoríferamente excitantes. Admito que la caza de lo maravilloso, de caracteres extraños, de las variedades de lo humano, que ni los ofuscados estudiantes ni el gris profesorado solían conceder a mis rondas exploratorias, se contaminó del espíritu cruel y burlesco de la primera adolescencia. Ese del que no somos culpables ni tú, ni yo ni él sino todos, pues reina triunfal en las aulas donde debieran hacerlo el civismo y la cultura en lidia contra la naturaleza humana, y al que tan difícil es resistirse hasta que uno hace el descubrimiento de que el macarra al que todos admiran es un perfecto inútil y uno no necesariamente es tan ridículo como lo pintan.

En balance, diría que lo que primaba en mi caso era la curiosidad por aquellos que, al salirse del molde tibio e indiferente en el que estábamos encajonados los demás, nos ofrecían la perspectiva soñada de otro modo de ser, de otras formas del ser y del humano.

Cuando, una década después, compendiaba excéntricos para este periódico, saltaron voces en contra: "No te metas con los tontitos". "Deja en paz a los pobres locos". "Ya han tenido suficiente sus familias con cargar con ellos toda la vida como para que vayas aireándolos por ahí". Sin embargo, percibía mayor desprecio en las palabras de quienes así los "defendían" que en las que, con el cuidado que la delicada materia exigía, seleccionaba para transcribir sus vidas y aventuras.

Pues sentir pena por los tontitos, los pobrecitos, los enfermitos, los que pasan por situaciones o condiciones que juzgamos deplorables respecto a la nuestra, tiene mucho de santurrona mojigatería y, la verdad, no cuesta mucho. Al negárseles la igualdad de antemano, por razones de gen o circunstancia, nos es fácil hacernos los dadivosos, los benefactores, los simpatizantes de su causa. Y de esos está el mundo lleno...

El reto es compadecer a quien (creemos, en nuestra petulancia, que) raya a nuestra altura, a quien compite con nosotros, al verdugo y no sólo a la víctima. Pues el verdugo es víctima, a su vez, de una educación o una ausencia, de unas posibilidades o ninguna, y de unos modelos e ideales que no cargaba en el vientre de su (seguro que no tan “sufrida”) madre.

Lo difícil es darte cuenta de que bajo esos mismos condicionantes tú quizás serías como él... o peor.

Todo el mundo se sitúa en la jerarquía de los éxitos y fracasos mundanos, y ella nos dicta a quién meter en el saco de los "pobrecitos" y a quién envidiar o malquerer desde lejos. No nos cuesta admitir la novelesca tesis de que vivimos en una fábula autocomplaciente (sobre todo si gracias a ello nos adornamos con la facha del místico o el maguito) pero sí renunciar al menor accesorio para empezar a desmontarla. Nuestra presunción, nuestras ínfulas de importancia, influencia y éxito contrastan tantísimo con nuestro frágil paso por el mundo, breve e intangible como un suspiro, que pareciera que estos seres tricerebrales de los humanos ven las cosas no ya distorsionadas sino completamente al revés.

Y la mejor forma de elevarnos hasta las cumbres es apropiarnos del papel distributor de la justicia cósmica que nos coloca en una balda u otra del Estante Universal. Allí el tontito, más allá la mujerzuela, en este el joven emprendedor, cada uno con su manual de instrucciones, y aquí nosotros, los que los enjuiciamos a perpetuidad. Es en este punto donde puedo simpatizar con aquella mosca cojonera de instituto que requebraba a los locos, con un ánimo de exploración altamente invasivo, sin duda censurable...

La filosofía, que significa algo así como “amor al saber”, y que el Platón del Teeteto y el Aristóteles de la Metafísica declaran hija del asombro, tiende a quedarse muda en su arrebato de conocimiento. De ahí que la filosofía “aplicada” (política, moral, social...) siempre tenga algo de forzada. En el arte contemporáneo, la descontextualización de la imagen se toma como una burla, o, peor aún, como una crítica. En mi opinión, si hay un valor en un ready made de Duchamp, así como en la injustificada prole que todavía los remeda para esquilar a millonetis, es que descolocan y desubican lo cotidiano, convirtiendo en extraño e impenetrable el objeto más familiar. Para nada una crítica al sistema consumista, como querrían los consumidores para legitimar su desembolso...

Aquello que trata de permanecer en la pura contemplación, en el puro asombro, aquello que simplemente señala lo que hay, parece, de cara a los demás, que vivimos dominados por la neurosis y la pasión, burlarse de algo, abatirse contra algo. Sólo puede volvernos a mostrar lo que hay, señalarlo con el dedo. La gente  -reza el adagio-, ciega como está a la luna, se fijará en el dedo, esto es, en su gesto.

“Niño, no señales”, nos dicen las madres.

Él señala con el dedo. Los otros interpretan: una burla, una amenaza, una lección, una parodia, una dirección, un peligro...

Morar en la contemplación significa nada más que dar a todos los seres, a todos los entes quizá, la posibilidad de sorprendernos. La posibilidad de hablarnos, aunque su lenguaje sea otro, aunque parezca que carecen de lenguaje.

Todo es cuestión de afinar el oído.

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