Septiembre vuelve a dejar vacía la línea de la costa y rebosa la escuela. El autobús cuelga el cartel de no hay billetes. Las hojas de los árboles se afanan en caer, al igual que lo hacen las hojas del calendario de la cocina. Lejana queda la playa, aunque siempre nos quedará Alberti, que nos sirve en bandeja el mar, o la mar. La tormenta siempre sorprende al salir, justo en el dintel del portal. En los atuendos se solapan batas y gripes.
Este otoño he condenado falsas amistades y he seguido en mi encrucijada de anteponer la estupidez humana a la inteligencia artificial. También, fiestas en honor a la Asunción, me han acercado a conocer los arraigos de alguien de quien conocía todo menos sus raíces. Precisamente, las mías, cuanto más mías las siento más se me resisten y el teléfono nunca suena. Quizás haya dificultades para tener cobertura en esta época del año.
En este trimestre la vocación alimenta los sueños y despierta el hambre. En mi mesa el café se enfría rápido y los folios en blanco y los plazos malditos me muestran que el horizonte soñado requiere de múltiples sacrificios en el presente, algunos lejos de aquí. Los días duran menos y, cuando la última luz de la tarde dibuja una acuarela anaranjada en la blanca caliza de las casas del vecindario, llega el momento en el que debería ir a hacer deporte, pero hay una señora en mi barrio con una librería donde se apilan libros en clandestinidad.
Propicio ha sido el otoño para escapadas al verde y al azul. Los paisajes que describe Machado en Campos de Castilla están más próximos de lo que pensamos. Las pinturas de Carmen Laffon también. Las urbes de hoy son lugares inhóspitos frente al silencio de un abandonado pueblo en la montaña y unas cañas de pescar puestas en fila en la orilla de la playa. Poetas inconformistas encuentran refugio allí y los gorriones sin piar se atrincheran en tabernas del Barrio Alto, donde se sirven mostos y guisos caseros.
En otoño las personas se vuelven hogar. Hay quien los viernes prefiere quedarse en casa. Comienza la antología de las sábanas frías, mas se avivan ante el rastro de un nosotros. Mi lugar en el mundo lo sigo hallando en el reencuentro con mis padres. Las coplas de febrero duran un año entero y cada sábado hay una cofradía en la calle. La pachanga en el barrio me recuerda el niño que siempre seré.
El último apellido del otoño es la Esperanza. Al invierno le pido que me devuelva la primavera, aunque sin prisas, a su debido tiempo. Y que me ofrezca, como el otoño, el mar, la poesía y el vino. Con ellos, mi costilla al lado y el calor de mi gente, ya estoy yo pagao.


