Ciudades a trozos, vecinos hartos

Es una magnífica noticia escuchar sus voces, sus reivindicaciones, bastante mejor y más importante que la de los Grammy

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Escritora y analista social.

Una pancarta de Barrios Hartos.
Una pancarta de Barrios Hartos.

Cada vez que en un periódico salen noticias sobre dónde están los barrios más pobres de España o las reivindicaciones de Barrios Hartos, recuerdo los años que trabajé por aquella zona de la ciudad. Esa memoria tienen imágenes y palabras:

La enorme rama que desgajó un vendaval a finales de invierno y cayó sobre la acera a las puertas del patio que compartíamos el centro de adultos, el comedor escolar y las aulas de educación infantil. Allí se llevó meses sin que los servicios municipales aparecieran. Cuando me marché en junio me preguntaba si al volver en septiembre estaría en el mismo lugar.

El alumnado del centro o sus mayores tenían los trabajos más variopintos: venta de tabaco de contrabando o de “lotería”, “adopción” de bebés chinos a cambio de una paga porque sus padres trabajaban todo el día, migrantes que cosían en un taller de ropa clandestino, venta ambulante, recogida de chatarra, algunas mujeres vendían sus óvulos —con los riesgos y consecuencias que puede conllevar—, chapuzas de toda la vida, venta de naranjas hurtadas de los campos, temporeros agrícolas migrantes —trasladados en una furgoneta como las de reparto, sin ventanas—, mujeres que trabajaban en la limpieza y cuidando personas mayores —las mujeres extranjeras ganaban la mitad—, quien trabajaba en una tiendecita de ropa por diez euros la jornada de ocho horas o en un bar nueve o diez horas y le cotizaban por seis. De vez en cuando algún alumno o alumna con un trabajo “de verdad”: guarda de seguridad, personal de limpieza de una contrata, cuidadora en una residencia de mayores, peones en una obra... ninguno de ellos trabajadores fijos. Y el alumnado que aprovechaba el paro —lo cobraba— o se había quedado sin trabajo —no cobraba el paro, la mayoría— acudía para sacarse la secundaria, porque era consciente de que sin eso no es que lo tuviera mal para encontrar un trabajo “decente”, sino imposible.

Lo anterior contrastaba con la situación de tener entre el alumnado a un licenciado en telecomunicación, una graduada en economía, una administrativa, una técnico sanitaria, varios bachilleres... Pero a una persona extranjera le cuesta convalidar su titulación unos miles de euros; así que allí estaban para repetir unos estudios básicos que les permitieran acceder al mercado laboral, no ya en lo suyo, sino en algo.

Los cortes de luz en pleno invierno —imposible dar clase a partir de las cinco y media— o a comienzos de verano —que sí podíamos darlas a costa de tener hasta arriba persianas, entrar el calor sofocante de la tarde y mirar con desesperación los ventiladores quietos—. El alumnado nos ponía al día: “Está medio barrio sin luz”; “Estamos así desde la una de la tarde”. Entonces los cortes de luz eran menos frecuentes y duraban menos, ahora las cosas han ido a peor.

En mi centro internet iba a paso de caracol, en el centro del barrio colindante también: nos enteramos de que no se instalaba la fibra óptica en estos barrios porque no era rentable.

Volvía la venta de droga -heroína, cocaína y a saber qué más- que en todos los años en que pudieron ser barrios obreros, barrios de trabajadores, prácticamente había desaparecido. “Profesora, que mi niño va a cumplir diez años y querrá salir a la calle a jugar con los amigos, ¿cómo lo dejo salir sabiendo lo que hay calle arriba?, que eso antes cuando me vine a vivir aquí no lo había, pero ahora...” También los camellos que vendían hachís a críos de doce años -ya los conocí con diecisite o dieciocho, después de haber sufrido internamiento en centros de menores por pequeños hurtos (esas condenas de las que se libran los “niños bien”)-, algunos todavía enganchados.

Los recuerdos de los chicos y chicas más jóvenes a los que la crisis económica -la anterior a esta- les cogió con ocho o diez años: “Recogía la bolsa con la merienda a la salida del comedor y mi madre me daba el zumo para merendar y me guardaba el bocadillo para la cena, a mis padres nunca los veía cenar”; “Yo solo recuerdo que mi padre se quedó sin trabajo y mi madre se puso a limpiar casas y que hablaban de que a lo mejor nos teníamos que mudar”.

Ver de un día para el siguiente y cada día más y más carteles de “Se vende” en la amplia calle que me llevaba al trabajo. El agente de una inmobiliaria me aclaró que eran pisos de un banco, provenientes de desahucios, que les habían encargado a ellos la venta.  

También veía a diario como la población autóctona en clase, en la calle, en el barrio convivía con la migrante mano a mano, codo con codo por vivir dignamente, por mejorar su futuro, personas de todas las edades con ganas de superarse, con proyectos e ilusiones, y quienes ya los estaban llevando a cabo.

Lo llamativo era que cuando salía por la boca de metro al barrio donde vivía -tan limpio, lustroso, cuidado- parecía que salía a otra ciudad, esa media ciudad que visitan turistas, políticos y sale de vez en cuando en la tele, en la que se celebraron los Goya, vamos a tener los Grammy y hasta una agencia  espacial. 

Toda esta memoria que tiene imágenes y palabras estoy segura de que no es única ni personal, de que a poco que se rasque aparece en otras ciudades de nuestra tierra, nuestro país y del mundo entero. Una ciudad que no es diferente de otras: ciudades compuestas de trozos, de las que solo se ve lo que se quiere que se vea.

Así que no es extraño que en esos barrios sus habitantes estén hartos, hasta las narices, y es muy buena noticia que hayan decidido organizarse, tener palabra, alzar la voz y actuar para ser considerados barrios dignos de atención. Es una magnífica noticia escuchar sus voces, sus reivindicaciones, bastante mejor y más importante que la de los Grammy, qué quieren que les diga...

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