Ciego como una tapia

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

Hoy que están de moda los análisis ideológicos de tal o cual cantautor, cineasta o escritor, que concluyen que el por todos reverenciado es clasista, es machista, es "especista", es indeseable de acuerdo con la microcausa de turno (y a veces con macrocausas, pero las viejas ideologías andan ya muy averiadas), conviene recordar una vez más que el arte, como el humor, carece de adjetivos. Cuanto más tratamos de adjetivarlos, menos gracia, menos belleza encontraremos. Pues el arte lo que hace es reflejar el mundo, o, mejor dicho, los modelos del mundo, tanto formales como emocionales o metafísicos, aquello a lo que el mundo aspira pero que nunca, por su contingencia, por su fluctuación incesante, consigue completar. La creación artística les da vida no copiándolos (¿de dónde podría sacarlos?) sino mediante la sugerencia, la insinuación, la sutileza: aquello que precisamente le falta al mundo. Esto lo expresó muy atinada y muy bellamente Arthur Schopenhauer.

Esta capacidad de re-crear las cosas nos inquieta y nos acompleja, no sólo por su potencial explosivo (que es el nuestro), sino porque no aceptamos la existencia de algunas de esas cosas. Cualquier "compromiso" en el arte lo que compromete es su propia condición de arte, así como la menor fragmentación de un espejo lo vuelve inútil a la hora de reflejar lo que tiene delante.

¿Cómo explicar entonces la descatalogación o ensalzamiento de autores por cuestiones meramente ideológicas? En no pocos casos la politización ha arruinado profundas intuiciones artísticas, como la del surrealismo. Da la impresión de que al introducir ese cuerpo extraño se empieza a confundir (quizá hibridar) la experiencia del arte con otras que, por respetables que sean, funcionan de modo diferente...

Analice usted la clase de risas que se oyen frente a las viñetas de la sátira política, en comparación con el viejo y noble humor basado en el absurdo o lo inesperado, y notará posiblemente un punto de histerismo o de incontrolada euforia. De igual modo, a la placentera ira inspirada por cierto arte combativo mal le vendría la distinción de estética... Son los cómodos resortes de nuestra personalidad construida los que se mueven, y no aquella experiencia primordial que la supera, que nos trasciende a nosotros y a nuestras cartografías privadas de la realidad.

Cuando se plasma la desgracia en formas artísticas como la tragedia se despiertan la resignación, la compasión, la sensación inminente de estar desvelando, y no velando con ofuscaciones pasajeras, la naturaleza del hombre y el mundo. La temática no es lo que sucedió en Berlín en 1945 o lo que sucede en una aldea del Irán actual, sino lo que sucede en el alma humana tras su tiniebla, y la trama sólo tiene cabida como humilde lazarillo que guía hacia su contemplación. Es esa Presencia misteriosa, ese tercero invisible, lo que permite que haya algo más que un sujeto observando un objeto como los que observa a diario por centenares.

Y ante eso se resisten los censores de todo tiempo y lugar, intentado por todos los medios que el arte contenga ideas, y no cualquier idea, sino las mías, que no refleje el mundo, sino mi mundo, con las murallas particulares que yo le he construido, tapiando a los demás como me tapiaron a mí.

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