la_provincia_de_cadiz_un_paraiso_para_los_sentidos.jpg
la_provincia_de_cadiz_un_paraiso_para_los_sentidos.jpg

Para la primera fecha, Antonio lo tenía claro. Tras regresar del aeropuerto, accederían a la antigua Antípolis a través del istmo de Cortadura.

La visita de sus amigos madrileños le daría a Antonio la oportunidad que llevaba deseando tanto tiempo: ejercer de cicerone de su pueblo de adopción. No es que hubiera querido dedicarse profesionalmente a la guía turística, sino tan solo que le encantaba difundir la importancia histórica de La Isla y la belleza del enclave en que se hallaba, y hasta entonces no había tenido opción más que a través de charlas con sus contactos de las redes sociales.

Quedaban apenas dos semanas para el encuentro, así que no podía demorarse en organizar una agenda para ocupar eficientemente los cinco días que sus amigos iban a permanecer en San Fernando.

Para la primera fecha, Antonio lo tenía claro. Tras regresar del aeropuerto, accederían a la antigua Antípolis a través del istmo de Cortadura, que ofrecía una impresionante panorámica de la Bahía y el océano, y era uno de sus paisajes más queridos. Al haber nacido en Cádiz, ese trozo de tierra simbolizaba la unión de su cuna con su hogar.

Cerca de aquella entrada a la ciudad quedaba el complejo turístico Novo Camposoto, construido en los terrenos que habían dejado de ser por fin militares. Ahora albergaban cinco hoteles, un campo de golf y un poblado salinero (un conjunto de apartamentos, locales de ocio y restauración), además de Cerro Park, un camping con instalaciones orientadas a la mutiaventura, que contaba con una escuela ecuestre y otra de piragüismo ubicada en Gallineras. En uno esos hoteles iban a alojarse los amigos de Antonio. Una vez se instalasen y hubieran descansado, los llevaría a circundar el término municipal. Con un breve trayecto en coche se harían a la idea del paraje isleño, rodeado por caños y la bahía. Y conocerían ese olor a sal que se te metía en los huesos, que anhelaba uno aspirarlo cada vez que se alejaba de él una temporada. De hecho, Antonio había propuesto a sus amigos que se quedaran en una de las casas salineras, erigidas, como sus antecesoras, en plenas marismas, pero no habían encontrado camas libres. Hacer senderismo, nadar en los caños, avistar aves, asistir a despesques y conocer la industria de la sal eran actividades muy demandadas por los visitantes.

Si no soplaba levante, por la tarde aprovecharían para dejar el coche en Bahía Sur y bordear el saco de la bahía hasta el paseo marítimo de La Casería, admirar el fantástico paisaje marítimo y, a la cena, degustar pescados y mariscos de la zona en alguno de los numerosos restaurantes de Punta Cantera. De paso podrían ir de tiendas a los polvorines de Fadricas, reconvertidos ahora en establecimientos comerciales para guiris semejantes a las casas de los hobits. Culminarían la jornada en la feria permanente instalada junto a la playa, para que los niños disfrutasen en los cacharritos.

Al día siguiente sería el turno de las visitas culturales. Montados en el trenecito turístico, dedicarían la mañana a conocer el Real Observatorio de la Armada, el Panteón y los edificios relacionados con los acontecimientos constitucionales de 1810. El trenecito los llevaba también hasta el Juan Sebastián Elcano, abierto al público tras echar definitivamente el ancla en La Carraca después de su última travesía. Por la tarde irían en barco al coqueto museo de Sancti Petri, en el castillo.

Después de cenar, asistirían a un espectáculo flamenco en el Teatro Camarón.

 

«¿Qué estás escribiendo, papi?

̶ Nada, hija. Es solo un cuento que voy a presentar a un concurso. A ver si me lo seleccionan para participar en una antología de ciencia ficción».

Lo más leído