Ropa, colgada en una percha, en una imagen de archivo.
Ropa, colgada en una percha, en una imagen de archivo.

Es curioso cómo a veces apreciamos las cosas por el hecho de ser efímeras. Lo cambiante atrae. Los cambios de humor...

Es curioso cómo a veces apreciamos las cosas por el hecho de ser efímeras. Lo cambiante atrae. Los cambios de humor, sin ir más lejos, pueden volver loco a cualquiera pero aun así, hay algo en ellos que seduce; quizás su incomprensibilidad o su carácter indómito, mas el caso es que embaucan casi tanto como intimidan. Se dice también del amor. El enamoramiento surge antes con respecto a quien entendemos como inaccesible, salvaje y cambiante. Aunque esto resulte contraproducente, nos conquista la idea de un futuro romance de verano o una tórrida aventura, y su encanto se basa en su fecha de caducidad. Se esfumará, ergo apasiona. La misma vida es así.

A veces, en el cambio está la respuesta, en la propia mutación reside la clave. Pocos fenómenos en el mundo dejan esto tan patente como la moda, y han hecho además del cambio todo un arte, una virtud, una temeridad o una ridiculez. Si lo pensamos bien, la moda no es más que un patrón, un modo —y de ahí su nombre— que comprende un conjunto de rasgos que homogeneizan las costumbres, los comportamientos y el aspecto de una sociedad temporalmente. Y precisamente en la temporalidad se encuentra su razón de ser.

La propia evolución del vestir a lo largo de las décadas da buena cuenta de ese cambio perpetuo. A saber, las cinturas de las damas se han constreñido, ensanchado, transportado, alargado y obviado tanto a través del tiempo que incluso hemos llegado a olvidar un poco dónde se encuentran. La misma experiencia paranormal de desaparición cuasi mística ha tenido lugar con el trasero: ¿en qué parte de la cadena de montaje de Amancio Ortega lo hemos ido abandonando? Hasta los pechos —apuesta segura, qué duda cabe— se han extraviado en busca de formas más neutras y andróginas, que dicen los entendidos.

Y así, desprendiéndonos de apéndices otrora resultones, caminamos hoy por un valle de señoras con pata de elefante y caballeros pitillo, que embuten sus trabajados músculos en escaso algodón de manga corta y escote en uve. Y nos parece bien. Tampoco es que nos paremos mucho a pensar en ello. Nos basta —parece ser— con admirar las prendas en cuestión en el número suficiente de maniquíes humanos para decidir que así es como queremos disfrazar el nuestro. Esa es la señal inequívoca para dar el paso y adquirir nuestro uniforme.

Nosotros mismos, que inventamos la moda, le hemos incorporado luego todo tipo de atributos personales. Así, puede ser rockera, minimalista, reivindicativa, atrevida, vintage, divertida… y un sinfín más de adjetivos publicitarios. Como negocio planetario que es, sabe perfectamente cómo hacer que esos calificativos conecten con la personalidad que creemos que nos define, la cual, por supuesto, hay que ataviar ad hoc. Nos adueñamos así de un color, unos estampados, unos tejidos y unos cortes —sería más pretencioso denominarlo estilo, y más aún considerarlo propio— que expresan lo que somos y hasta lo que pensamos pero… ¿qué hay de lo que no pensamos?

No queda muy claro si rodear nuestra anatomía de la estética de moda es un signo identitario, una elección, una imposición, ninguna de ellas o todas a la vez. Lo que sí es bastante evidente es que hemos sabido abrigar esta industria con un arsenal interminable de palabrería tan recurrente como indescifrable: cool, trend, it girl, cazador de tendencias… una terminología probablemente tan efímera como la propia ropa de temporada, pero que en cualquier caso se ha hecho un hueco en nuestra globalizada sociedad occidental.

De algún modo, las camisas de moda y los inquietantes términos anglófonos que se usan para denominar el largo de sus mangas o el fruncido de sus costuras, provocan el mismo efecto seductor: el del efímero y poderoso control de la esfera social. Dominar la jerga y poseer la prenda son todo uno y permiten depredar o, como poco, defenderse. Al igual que ciertos insectos timoratos lucen en sus inofensivos exoesqueletos colores llamativos para que se les asemeje con aquellos que pican y poder sobrevivir, o al igual que el camaleón —o chamaeleo chamaeleon, que dicen los entendidos— adapta su tono al del entorno para mantenerse a salvo. Del mismo modo, pertrecharse con el aspecto del decorado garantiza no ser visto. Quizás un día de estos, una bloguera de moda invente una palabreja que permita pensar en ello. 

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