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Desde el día 1 de octubre un pellizco de rabia, que intento reciclar y se transforma en tristeza, se ha instalado en mi estómago.

El odio es un sentimiento paralizante, malsano, una esponja macabra que te absorbe la energía, que te hace peor persona. Lo he sentido en alguna ocasión cuando he sido víctima de una injusticia que me ha herido en lo más profundo. Una persona que me quiere me dijo entonces que si tu mundo interior se detiene, si tus sentimientos te corroen por el odio,  le estás dando una segunda victoria al verdugo. Entonces comprendí que hay que reciclar esa rabia desde la resiliencia, desde la resistencia activa que se nutre de la fuerza de tu dignidad y te devuelve al que verdaderamente eres para poder seguir caminando libre.

Desde el día 1 de octubre un pellizco de rabia, que intento reciclar y se transforma en tristeza, se ha instalado en mi estómago. La bandera del odio se ha izado en una parte de la sociedad española, que está removiendo genes franquistas que no habían mutado hacia la fraternidad; esa que se ríe de las lágrimas de Piqué y  grita “a por ellos”. Y también en el discurso de una parte de la sociedad catalana que, legitimada por el derechos a decidir, camina hacia no se sabe dónde liderada por una élite política que dice tener las llaves del paraíso.

El odio es el combustible incendiario de unos políticos irresponsables que llaman “nazi” a los convocantes de una manifestación contra la represión policial. También lo es de los que están pervirtiendo  y sesgando los valores de la sociedad catalana, que es plural,  en pos de un ideal de independencia que moviliza sentimientos, muchos de ellos extremos, sin respetar las reglas del juego político.

En medio de la represión violenta del Estado y de la sinrazón, y de la euforia desbordada por las calles de Catalunya, hay un inmenso espacio; ese al que se refiere   Isabel Coixet hoy en El País: “un lugar silencioso en el que están muchos y en el que no suenan himnos ni gritos ni proclamas, en donde el aire solo mueve banderas blancas”.  A lo mejor el conflicto que hoy nos conmueve y asusta, encontraría un rayo de esperanza si conseguimos abrir las puertas de ese espacio libre de odio al que ser refiere Coixet, y si, por fin,  aquellos a los que hemos elegido, para gestionar los instrumentos políticos que facilitan nuestra convivencia, deponen las banderas y comienzan a dialogar. ¡Parlem, si us plau, parlem!

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