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El cura esperaba sentado en un sillón con la cabeza inclinada sobre la casulla de los oficios de réquiem. La sacristía olía a incienso. En un rincón había un fajo de ramitas de olivo de las que habían sobrado el Domingo de Ramos. Las hojas estaban muy secas, y parecían de metal… Estas frases inspiradoras abren paso —como ya el lector habrá quizás recordado— a Réquiem por un campesino español, la novela breve más afamada de Ramón J. Sender. Publicada en los cincuenta en el exilio y censurada por el franquismo, la obra relata las penurias de la rural España de la época con una exquisita sobriedad. Si el libro se abre en el sur, sus páginas huelen a olivo, a amanecer de anís y a rocío gélido. A manos encallecidas, a piel cuarteada y a pies que ni se sienten. Saben a una historia, a la nuestra, aunque no la hayamos vivido.

Dentro del estudio de lo humano, existe una rama conocida como filosofía de la mente que se ocupa de la naturaleza de los estados mentales, de sus efectos y sus causas. Un problema clásico para estos pensadores ha sido desde sus comienzos el examen de las dimensiones mentales, intentando determinar si toda la experiencia proviene o no de lo vivido físicamente. ¿Podemos haber experimentado alguna sensación sin vivirla de veras, sin soñarla y sin ser presencialmente parte de ella? En ocasiones, cuando nos enfrentamos a un contexto desconocido, si nos es retratado con la suficiente verosimilitud, podemos llegar a considerarlo como visitado. Esto hace posible que percibamos como real algo no acaecido materialmente, una experiencia que no hemos tenido aunque sintamos que sí hemos estado en ella. Pero al margen del relato externo, impera con pasión lo que uno lleva dentro, sin saber cómo fue iniciado ni quién lo puso ahí. Quizás pueda ser comparable al método de trabajo de los actores. Diderot lo escribía ya en La paradoja del comediante: El alma misma, a menudo desconcertada en exceso por la representación, demasiado ejercitada, gastada más allá de lo normal por imaginarias pasiones, deformada por costumbres ficticias, pisa en falso en la vida real. Al volver de la escena parece salir de otro mundo... Ese otro mundo, ese otro camino que el actor vive —y hace vivir—, de algún modo queda ya impreso en él y se convierte también en parte de su realidad. Del mismo modo que el comediante se ha transformado en aquello que realmente no ha vivido, cada uno de nosotros somos en parte el pasado que no hemos tenido, el presente que lo fue de otros y está aún aquí. Al igual que el actor no es abogado, ni condenado a muerte, ni farero… y sí lo es, nosotros no somos tierra, pero sí lo somos. Lo fueron quienes nos precedieron en esta extraño sainete que es el vivir. Jornalero y tierra son uno. Fuimos —aunque no lo viviéramos— pobrecitos y vasallos, siervos de terratenientes y de chulos a caballo. Por eso necesitábamos que nos dieran luz y almas de hombres, que escribiera el padre Infante. Porque vivíamos en sombra y tenidos por ganado.

La tierra es lo único cierto. Lo único que puede tocarse y palparse, la verdad de la que brota la vida, el pasado del que provenimos… el destino que todos tenemos. Quienes nacimos después de esa lucha no vencida, quienes siempre hemos sido forasteros en el pueblo de nuestros mayores, quienes no conocemos la siembra, ni el vareo, ni el estigma no podemos entenderlo aunque sí sentirlo. Sí que podemos experimentar al cruzar nuestra bella tierra y mirar por la ventana que nosotros somos hijos de ese verde, de esa vara y de ese cesto; que también ella tiene una historia para nosotros, la historia de quienes somos. Podemos oír, si prestamos mucha atención, cómo el viento sopla por seguiriyas entre los olivos. La verdad de quien les escribe está escrita en la tumba de un abuelo, un mármol blanco y discreto que reza junto a una rosa roja: campesino sin tierra. Esa frase, cincelada sobre las páginas de un libro abierto esculpido también en la lápida, siempre me huele a aceituna.

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