La primera vez que fui consciente de ser feliz estaba durmiendo la siesta a los pies de la cama donde mi madre, acostada, daba el pecho a mi hermana. Mi padre, de vez en cuando, traía un polo de naranja o de limón para mí cuando llegaba de trabajar. El sabor del polo, la alegría por la vuelta de mi padre y el calor de aquella casa se amalgamaban para hacerme sentir una sensación nerviosa que ahora entiendo como felicidad.
El calor siempre ha traído, de forma paradójica, aire fresco a mi vida. Y me refiero al calor denso de mi ciudad, que fuerza a mucha gente a salir corriendo cuando enseña la patita. Ese calor que se extiende como mantequilla, amarillo oscuro, que seca plantas y corazones, permanece en mi vida como mensajero de buenas nuevas, de tiempo, de vacaciones que se dilata, de excusa para aminorar el ritmo. Ese calor me gusta, como me gustaba, años después de aquellos polos y aquellas siestas, pasar el mediodía en el pasillo de la casa de vecinos donde mi madre se mudó con nosotras después de la separación. Ya no había polos, pero había juego con amigas, leche fría en las meriendas y duchas seguidas de nuevas duchas de colonia “para estar fresquitas”, como nos decía mi madre, mientras el alcohol de la colonia se evaporaba casi al instante de tocar mi cuerpo.
El calor traía corrillos de vecinas en la puerta del bloque de vecinos del barrio humilde a donde fuimos a parar, cada una con su silla y sus hijos, que correteábamos alrededor y jugábamos con cualquier cosa. En esos corrillos vi la primera foto de un muerto en una revista de cotilleos que traía de vez en cuando María, la del bajo derecha. Un torero que había muerto joven de una mala cornada. Aún recuerdo la imagen del difunto en una cama vestida con encajes blancos, con sus padres posando cada uno a un lado. Creo que nunca había visto algo tan espectacular: la muerte, tan bonita.
Calor siempre hacía cuando nos íbamos los dos meses de verano a Matalascañas, porque mi madre trabajaba con una señora mayor, suegra de mi tía. Una señora antipática y mandona, pero que nos permitía pasar mucho tiempo en la playa, algo impensable para nosotros. En ese pueblo pesquero, la felicidad no llegaba en forma de calor intenso, jamás se alcanzaban los grados necesarios que me transportaran a recuerdos de años atrás. Pero esa felicidad se suplía con cines de verano, copas de nata con nueces el día del cumpleaños de mi madre y horas metida en el mar.
Años después, el calor consiguió que mi madre comprara un aparato de aire que quiso poner en el salón. Allí dormíamos las tres, en colchones, en el suelo, cuando mi madre consideraba que no podríamos dormir en nuestras habitaciones. Algo que por cierto nunca entendí por qué jamás he sido calurosa, nunca me ha importado sentirlo en mi cuerpo, pegado a mí. Creo que el calor en mi ciudad, nos hace resistentes, porque el que no resiste, no puede vivir una vida normal durante el verano.
Me encanta el calor, aunque se llevara a mi padre de un golpe seco. Eso dijeron, fallo multiorgánico producido por un golpe de calor, entre otras cosas. ¿Qué puedo decir? Me sigue gustando. Porque trajo polos, juegos, playa, ropa fresca y colorida, fotos que hoy no tendrían ningún sentido y me enseñaron lo paradójica que es la vida, baños de colonia, sandías, mujeres al fresquito comprendiéndose entre todas y sobreviviendo a la miseria, amigos con los que jugar a juegos simples y muy divertidos, tiempo para todo.
Porque me declaro enamorada de todo lo que me haga parar el ritmo frenético de mi vida, por obligación, alerta sanitaria o cualquier cosa que me deje sentada mirando hacia dentro. Me declaro enamorada del calor a pesar del calor.
Comentarios