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En vísperas del día de los difuntos, cuando la calabaza se convierte en testigo socarrón del enfrentamiento entre creencias, conviene recordar que durante 364 días cada año, las calabazas son simplemente calabazas.

En vísperas del día de los difuntos, cuando la calabaza se convierte en testigo socarrón del enfrentamiento entre creencias, conviene recordar que durante 364 días cada año, las calabazas son simplemente calabazas.

Los frutos, además de contener el código genético de la futura planta, hablan de las costumbres y de las preferencias de las plantas a la hora de colonizar territorios.

En este sentido, hay dos grandes grupos de frutos: los 'dehiscentes' y 'los indehiscentes', o por decirlo de un modo más simple: los que se abren por si solos y los que hay que abrirlos.

Los frutos dehiscentes, como los de la planta del guisante, nos cuentan, con el delicado dibujo de sus líneas de apertura, que a las plantas que los producen no les gusta colonizar mundos desconocidos, ni siquiera pretenden viajar muy lejos.

Pues estos frutos, una vez abiertos, dejan caer las semillas en las proximidades, de manera que las plantas hijas puedan proliferar junto a la planta madre. Se trata de una estrategia de supervivencia del individuo basada en la protección que garantiza la vida en grupo.

Por el contrario, los frutos indehiscentes, como por ejemplo las calabazas, desarrollan vivos colores y carnes jugosas para despertar el deseo en los No-plantas, los seres sensoriales, con el fin de que éstos los abran, se los coman y después excreten -o simplemente desechen- las semillas, duras y casi siempre amargas, lejos de la planta madre.

Los frutos indehiscentes como la calabaza nos dicen que sus plantas tienen costumbres individualistas, y que se aprovechan del apetito de los humanos y de otros animales para viajar lejos y colonizar nuevos mundos.

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