Café society

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Ayer se anunció el otoño pero ya empiezan a caer algunas hojas de los árboles, al menos en el parque Solari de Milán; al menos sobre aquella pareja que no sabe tomar café. No saben o simplemente ese marocchino frío es la rebosante y oscura excusa que nunca se permitirán beber para mantenerse atados, cada quincena, a aquella mesa de jardín inglés de cifras y pocas letras.

“Tu stai bene?” quiere saber ella, su ex-mujer, sin mucho interés. “Un pó stanco ma...” Cansado dice él. Ella se adelanta a la miseria y dice algo como que la pequeña está bien, que ese fin de semana fue a montar a caballo a pesar del miedo que siempre tuvo. “Brava”. Será la penúltima palabra de su padre. La última vez que le mirará los ojos a su mujer de acento del Este y sexualidad remota, como ese pasado remoto y denostado que sólo saben usar los del sur y que sabe a viejo en una ciudad como Milano.

Pasado. Es lo único que queda en aquella estampa de cine mudo. Pasado y trescientos euros en uno de esos pequeños sobres de boda que una vez abiertos son basura. Basura que es lo mismo que decir Nada. Nada que es igual que decir adiós.

Desde mi mesa me pregunto qué se vieron; qué les llevó a elegir una vida juntos, a traer al mundo otro vida. Aparentemente nada -pocas veces me equivoco- salvo ganas de ventear el aburrimiento, la curiosidad y el sexo. En mi imaginario quiero intuir un sexo desatado que se derramaba en expresiones pintorescas que él nunca había escuchado (en Japón se vienen con ikus ikus, secos y virginales, como si se rompiera para siempre algo dentro hecho de carne y hueso). O puede que, en el caso de esta pareja lombarda, solamente hubiera sexo; encontronazos básicos, rudimentarios y torpes pero vitales para la supervivencia.

Lo pienso mientras ella toma el sobre, cuenta el dinero y lo guarda en uno de esos bolsos de Versace que se venden a diez euros entre los pilares romanos de San Lorenzo. Luego le pregunta de nuevo sobre su estado “Tu stai bene?”, imagino que para evitar hablar de su propio desastre aunque no veo cara de desastre. Percibo más bien la sonrisa juguetona de La Gioconda a punto de estallar en una sonora carcajada.

Vuelvo a mí, a mi espresso machiatto de único sorbo y espuma que ya se habrá enfriado y sabrá a mil demonios. Él se levanta para pagar; ella aprovecha para sacar su móvil y empieza a hojear su WhatsApp como si de una ruleta rusa -con balas de fogueo- se tratara.

Vuelvo a mí. Tomo la tacita de porcelana y dejo caer sobre mi garganta su contenido. Sabe a rayos. Ningún brujo sabría predecir mi futuro en aquellos pocos restos de café y de mañana. Me giro, sin levantarme de la silla, y pido “un altro caffé, grazie”. El primero siempre sabe a veneno.