Original y copia

Es un atrevimiento imperdonable, una grave falta de profesionalidad, autoelevarse gratuitamente para corregir la obra de otra persona

Devotos y hermanos visitando a La Macarena tras su polémica restauración en Sevilla.
26 de junio de 2025 a las 10:04h

La obra es de su autor. Nadie tiene derecho a modificarla. El disfrute es de todos. El disfrute. El derecho a disfrutarla. Motivo más que suficiente para respetarla tal cual es y no apropiársela. Pero hay quienes, crecidos en su autovaloración, su pretendida importancia, su superioridad supuesta, inconsciente de su pequeñez, se considera capacitado y autorizado por su propia voluntad a corregir, más bien malograr, la creación de otra persona. De otro artista, por lo general más artista que el corrector.

Nadie debe cambiarla porque en la obra está su idea, su mirada, su visión, la que ha querido dar a su obra. Otros pueden tener otra visión y también tienen derecho a plasmarlo. Pero no en la misma obra, puede hacer otra y así permitir las comparaciones de los demás, si ese es su fin. Pero la obra del artista es intocable y rehacerla, cambiarla al gusto de cualquier otro (supuesto) artista solo puede ser insano afán de protagonismo. De colocarse por encima del primero, de quien ha dado forma a la obra original.

Las imágenes son símbolos. El arte es riqueza, riqueza cultural y monumental. La gente se identifica con los símbolos desde el principio de la historia. Será un ancestralismo, puede ser, pero con burlas jamás podrá erradicarse, aunque se intente. Hasta la Iglesia tuvo que transigir con los símbolos: era imposible eliminar la devoción, el afán de volcar en ellas toda la admiración y el respeto infundido por el dios o el personaje representado. La Iglesia cambió el potro y el fuego “purificador” que abría las puertas del paraíso, por la exhibición y la salida procesional varios siglos prohibida. Eso obligó a aceptar el “cordero de oro” de cada día, vale; pero eso también hay otras formas de combatirlo para quien lo quiera combatir.

La Macarena, precisamente, es uno de los símbolos más característicos del carácter de un pueblo, de una idiosincrasia, de una forma de ser y de amar. Y, quizá lo más importante, como el símbolo identifica, su forma, su estructura, su terminación son intocables. Insustituibles. Porque antes que nada, una escultura, cuando llega al interior de la mente humana, es una obra de arte. Mucho más cuando se hace Universal, admirada, cantada desde la música litúrgica a la ligera, desde una orilla a otra del Atlántico e irrumpe en el Pacífico. Nadie debe, nadie debería, nadie debe tener permitido transformar a su albedrío la obra de arte, porque transformar en estos casos es deformar. Porque atenta contra el sentimiento de millones de personas que también merecen ser respetadas.

Nadie tiene derecho a modificar una obra de arte, una creación de una mente, de un o una artista, un modelo único, porque cada realización artística es distinta a las demás. Se podrá ser creyente o no, es independiente, pero la creatividad es propiedad de su creador/a y nadie debe permitirse modificarla. Por más que pretendidos arquitectos faltos de imaginación, de recursos y de capacidad creativa recurran a las paredes de escayola y de metacrilato, el barroco y todos los estilos arquitectónicos y artísticos, sean del siglo que sean, son reproducibles en la actualidad y nadie puede estar autorizado ni capacitado para modificar la obra ya creada. Es un atrevimiento imperdonable, una grave falta de profesionalidad, autoelevarse gratuitamente para corregir la obra de otra persona; es considerarse superior a quien la ha hecho. Y el profesor Arquillo, queriendo destacar, ha rebajado personalmente su propia categoría, si aún se le puede considerar, con un trabajo indigno de un buen profesional.

¿Y la hermandad? Ahora surgen las dudas: ¿cómo ha podido hacer tres nuevas restauraciones en unas horas? Si tan fácil era la restauración, ¿por qué le ha costado cinco días? Si tan fácil era, ¿por qué no la han dejado exactamente igual a su original, después de indebidamente haberla cambiado por un modelo distinto? ¿Han sacado la de Álvarez Duarte, la más parecida para acallar voces? Porque sigue sin ser idéntica. La dignidad, esa virtud tan poco corriente a veces, exige pulcritud en una restauración, exige arte, capacidad, y sobre todo respeto. Porque restaurar no es corregir. Pero por desgracia no todo el mundo conoce virtud tan esencial.