Odio al árbol

En Sevilla la guerra al árbol más feroz y encarnizada empezó con Monteseirín y su ataque frontal al Parque del Prado

Odio al árbol. Estado actual del ficus de Triana tras ser taladas todas sus ramas.
Odio al árbol. Estado actual del ficus de Triana tras ser taladas todas sus ramas.

Odiar no está permitido. Con sabio criterio, porque hay que saber discernir. No es sano confundir diferencias de criterio con odio a quien no piensa como nosotros. O a quien no actúa como nosotros, peor aún. Lástima que la penalización del odio sólo alcance a las personas, al odio a seres humanos, porque su ampliación a seres de los llamados “no racionales”, —aunque a veces demuestren mucha más racionalidad que los humanos—, nos beneficiaría grandemente a todos. Por ejemplo: nuestras autoridades profesan un odio feroz, inaudito, rencoroso y destructivo a los árboles y, por añadidura, a las plantas.

Pero ¿por qué? Una señora quería que le quitaran un árbol porque no le dejaba ver la acera de enfrente; pero las autoridades no son tan cotillas. Por lo visto tampoco son conscientes que nuestra posibilidad de respirar depende de las plantas, de que vivimos gracias a ellas; las plantas nos permiten vivir. Sin embargo las autoridades, las que deberían ser principales defensoras de árboles y arbustos, se comportan como enemigas irreconciliables de la naturaleza de la forma más inconsciente que pueda imaginarse, lo cual las invalida para gobernar puesto que gobiernan contra los intereses de todos. Por lo tanto no deberían ostentar ningún puesto de responsabilidad, ni aunque fuera mínima, para evitarnos el daño consiguiente.

En Sevilla la guerra al árbol más feroz y encarnizada empezó con Monteseirín y su ataque frontal al Parque del Prado, capricho que llevó a la Universidad a tener que reponer las plantas y a la renuncia a construir un edificio para investigación, posible o presunta venganza contra sí mismos y contra la sociedad andaluza, a la que privó de un edificio modernista-lugar de estudio que, por lo visto, si no era construido a expensas de un jardín consolidado no se haría en ningún otro lugar. Como si la ciudad de Sevilla no contara con más solares que el creado por la propia Universidad tras destruir el jardín.

La enemistad con los árboles no quedó ahí, Plazas duras, dónde predomina el hormigón y en especial Plaza Nueva, Avenida de la Constitución, calle San Fernando (dónde se dio marcha atrás y se plantaron árboles impedidos de crecer por falta de tierra suficiente en sus alcorques), ante la generalizada protesta, así hasta el final de la calle Enramadilla, destrozo continuado por Ramón y Cajal, San Francisco Javier, Luis de Morales y Avda. Kansas City hasta Santa Justa, esta vez con la insana intención de liberar a la Junta de Andalucía de construir “alguna” línea de metro y el aún más insano proceder de aumentar la contaminación al provocar atascos por reducción de carriles de circulación.

Al nuevo alcalde, Antonio Muñoz, no le ha preocupado que el tranvía sea de discurrir lento, lentísimo, ni que resulte ruinoso para TUSSAM. Es un capricho de alcaldes prepotentes y técnicos complacientes y no ha querido quedarse atrás. Toda esta relación de despropósitos no exclusiva de Sevilla pero de la que Sevilla es ejemplo por su intensidad, ha llegado —hasta ahora— al ficus desmontado con saña, ayuda policial y multas a quienes querían salvarlo, incluida oposición a los jueces que ordenaron la paralización de la ejecución del árbol. Porque los regidores municipales, en su soberbia, no soportan que les contradigan, no quieren ser corregidos por nadie, aunque su autoridad sea superior. La destrucción sigue y afecta incluso a los naranjos, en concreto hasta ahora, que sepamos, sufrida por el situado en la puerta de la Carne junto a la Diputación, refugio de caminantes bajo la cruel paliza de las olas de calor. 

A esos alcaldes le molestan los árboles, como si para su uso particular tuvieran guardada una inexistente máquina productora de oxígeno. Responsables de cuidar una ciudad, actúan con la mayor ligereza irresponsable, sin respeto al medio ambiente, cuya importancia ya sólo negaría un imbécil. Con sus acciones, los alcaldes se van colocando a la altura, escasa altura, de los anteriores. Solamente la Ley podría salvarnos del atropello urbano, social y sanitario a que estamos siendo sometidos: cuando se estipule que arrancar, talar o dañar un solo árbol llevaría implícito multa y reposición pero no a costa del erario, sino de la persona física que haya dado la orden. Que es muy cómodo “disparar con pólvora del rey”.

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