La ciudad de Tartessos era Sevilla. Lo ha dicho el afamado profesor arqueólogo y lo más probable es que sea cierto. Las condiciones geofísicas del territorio y los descubrimientos lo apoyan. Pero ha dicho Sevilla, veremos a ver. Si eso se dijera de cualquier otra ciudad, no importa cual, se vería de lo más normal, en cambio ahora… no sería extraño que lo acusen de «centralista», el colmo: considerar centralismo que Tartessos pueda haber nacido en esta ciudad y se extendiera alrededor, como han hecho todas las ciudades-estado de la tierra. Cainismo andaluz importado porque nunca antes de la primera mitad siglo XX se había vivido ese visceral rechazo a una ciudad por haber irradiado fuera su cultura, por haberse hecho foco de atracción de un espacio físico mucho más extenso que la Comunidad en que ha quedado enclavada. Porque la Comunidad ha sido constreñida, privada de parte de su territorio natural como tierra conquistada.
Pero al profesor también le ha brotado el «pronto», la obsesión-principio político de, apoyado en la falacia de un «Ejido sin población» negar la existencia de Andalucía, no vaya a ser que sepamos quienes somos. Para eso hace a los andaluces dependientes de Tiro, la ciudad que quiso colonizar el Mediterráneo, y pese a la osadía de suponerla madre de Spalis, fue incapaz de doblar el Cabo de San Vicente, con lo que les hubiera gustado llegar a las islas Casitérides para arañar el estaño con que fabricar el bronce que se veían obligados a comprar a sus supuestos hijos tartesios. Desmadre familiar resultado de confundir el deseo personal y particular con el resultado de unos datos afirmación de lo contrario. Defender que los fenicios, enemigos de alejarse de las costas —si podía ser una isla, mejor— llegaran a Carmona, desvarío lanzado hasta Las Cabezas, Osuna ó Écija y lo peor: que sean fundadores de todas estas ciudades sólo tiene la justificación política de no reconocer Tartessos, para no reconocer la antigüedad de Andalucía.
Persiste el error de atribuir procedencias por cierta semejanza en algunos nombres Herakles – Melkart— o —Astarté – Ihstar, por ejemplo, Como si Ihstar no fuera también equivalente a Venus ó Afrodita y otras diosas orientales. O por algunas piezas de orfebrería, como si en aquel tiempo los pueblos estuvieran impedidos para aprender unos de otros o para copiar sus artes. O para comprarlas. Demasiado estancos ve el profesor a nuestros antepasados; a ver si puede aclarar cuando, en qué momento de la historia empezaron a comunicarse y a comparar sus divinidades. Baal es una divinidad oriental adorada desde Cartago, el actual Túnez, hasta Babilonia, más allá de los límites del actual Irak. Resuelta la confusión existente hasta mediados del siglo XX, entre Herakles —el divinizado hijo de Zeus— y el comerciante Melkart, quedó claro que se trata de dos seres distintos. Distintos y dispares. Melkart es el comerciante, verdadera expresión fenicia, que viene de Tiro. Herakles es griego y sólo viene al Jardín de la Hespérides de visita, para cumplir algunas de las pruebas probatorias de su ascenso al Olimpo.
La dependencia tartessa de Tiro queda desmentida por la batalla naval entre las escuadras de Híspalis y Gadir, entre el Santuario del Lucero y Puerto Menesteo. Los fenicios son conocidos como buhoneros del Mediterráneo porque comerciaban entre ambos extremos, excepto en las factorías griegas o egipcias, siempre enfrentados a ellos. Eso significa que debe ser fácil encontrar cerámica oriental, importada de siria, en el sur de la Península. Igual que los tartesios transportaban a las costas sirias el bronce de su fabricación y el hierro de sus minas. Y aceite; y el mármol de sus canteras, entre otros productos. Pero nadie ha sufrido la fiebre de decir que el Templo de Salomón es obra de los tartesios y, como consecuencia, son los que fundaron la ciudad de Jerusalén.
Respecto a la terminología está probado que Spal, transformado posteriormente por deformación fonética en Híspal, significa literalmente lugar del agua. Lástima que no se haya podido descifrar todavía la escritura tartesia, lo cual añadiría mucha luz a esta oscuridad en la que algunos se empeñan en encerrarnos. Lástima de hijos de Baal que aún no existían, pero porque no tiene equivalente en Andalucía y Melkart quedó circunscrito a las colonias de influencia fenicia mientras en las ciudades propiamente tartessas el personaje, aunque no el dios, era Herakles. Evidencias hay gracias a los autores griegos. Sostener que los fenicios, apegados a sus adoradas costas, se adentraron más de cien kilómetros, es pura y lamentable invención que haría reir a Baal y a Melkart juntos. Imaginación necesaria para defender unas tesis a las que el arqueólogo se aferra con la fuerza de su compromiso político sin demostrar nada, porque ni la opinión ni el deseo pueden suplir a la evidencia.
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