Antiguo no es igual que anticuado. Baeza, Cádiz, Carmona, Córdoba, Écija, Granada, Jerez o Sevilla son ciudades antiguas, pero no anticuadas. Son dos conceptos muy distintos, aunque haya quienes, faltos y faltas de personalidad, de criterio, llegan a fundirlos para llamar “anticuado” a la personalidad y la monumentalidad. Son aquellos y aquellas quienes reducen la valoración de las cosas a ”antiguo” y “moderno”, con la pretensión de que “moderno” es lo bueno, aunque sea un cubo o cualquier construcción hecha a base de líneas rectas y lo “antiguo” es prescindible y hasta despreciable. Hay ciudades con personalidad acusada, las andaluzas son algunas de ellas, por eso se han reflejado en muchos lugares hasta recibir atención de importancia desde Europa y el resto del mundo. Su actual retraso económico relativo, la ralentización de su crecimiento es debido al abandono a que llevan sometidas más de trescientos años, tanto por las autoridades estatales como autonómicas y municipales por celo que pudiera romper los “esquemas patrios” y hacerse más importante que los centros de atención preferentes, como la “capi” y otras, y por la inacción consecuente de unos y otros dirigentes.
La dejación de las autoridades locales en muchos casos ha sido especialmente lacerante en la destrucción parcial de su estructura urbana y su caserío, imbuídas de la falsa deducción de “modernización”, ignorantes voluntarios de que en una ciudad la antigüedad es un valor. Ciudades de igual y menor rango que las citadas producen admiración por su nivel de conservación, mientras aquí cualquier caja de zapatos con ventanas es buena, por moderna, para destruir la armonía del conjunto, que podría ser declarado histórico artístico en su totalidad, aunque los edificios de valor no estén íntimamente unidos, de acuerdo con la Ley.
Alejandría, Cracovia, El Cairo, Florencia, Marrakech, Praga, Venecia y otras muchas protegen su casco histórico. Aquí a cualquier visionario o especulador se le premia la mayor ruptura del estilo, en vez de armonizar el crecimiento llevando al exterior todas cuantas modernidades pudieran acrecentar el atractivo. Porque para que una ciudad guarde su estilo y acepte los recientes, no es preciso entremezclarlos. Todo lo contrario, es negativo, la delimitación aclararía, sería una clasificación, una separación que permitiría seleccionar la visita incluso la preferencia por una u otra, sin encontrarse rupturas tan chocantes como, en el caso de Sevilla el desgraciado y fracasado “Metropol”. El fiasco de Berlín, los hongos envenenados, para Sevilla, en el de Granada las reformas sufridas por El albaicín o los paralelógramos en el mismo centro de la ciudad, o en Córdoba las que han impedido la ampliación del conjunto Patrimonio de la Humanidad. Y ha convertido otras capitales en lugares exentos de personalidad, faltos de un estilo propio, a base de sustituir edificios de valor histórico, o los han insertado entre monumentos de gran valor, por otros “muy modernos”, pero que, por su falta de personalidad y de creatividad, pueden verse en cualquier lugar del mundo.
Lo bueno y lo malo, lo bonito y lo feo, lo agradable y lo desagradable, lo acogedor y lo insociable, no están condicionados por el tiempo. Menos aún debe prevalecer lo segundo sobre lo primero. Lo histórico sirve para disfrutar con su contemplación, y para aprender, porque la historia es una lección permanente. Una ciudad puede contener dos ambientes, pero no debe mezclarlos. Las formas simples de lo moderno, a base de cajas de zapatos o cubos superpuestos, por ejemplo, que en ocasiones pueden ser imaginativas como ampliación que son, pueden colocarse en las zonas de crecimiento de las ciudades. Insertarlas en su casco antiguo, aunque fuera una construcción de líneas atrevidas, con cierto atractivo, sólo pueden desfigurar el conjunto de la ciudad.



