Los que llevan más tiempo siguiéndome en redes, tal vez recuerden cuando me robaron las macetas de la puerta de mi librería. Los imagino corriendo calle Algarve abajo, llevándose, no solo los dos macetones, sino también los platitos para que escurra el agua.
Aquel día me quedé mirando el hueco vacío con una mezcla de rabia, incredulidad y resignación. Podría parecer una anécdota sin importancia: unas plantas, unos tiestos, nada que no se pueda reponer. Pero confieso que me quedé pensando mucho tiempo en qué clase de persona se lleva dos macetas de la puerta de una librería de barrio, qué pasa por la cabeza de alguien para detenerse, mirar a un lado y a otro, comprobar que no hay testigos y largarse con algo que claramente no le pertenece. Y sobre todo, por qué, cuando lo conté, la mayoría se lo tomó a broma, como si fuera una pequeña travesura sin mayor peso, una anécdota pintoresca para contar en redes y que todo el mundo pudiera comentar con un emoji de risa.
Me acordé entonces del bolígrafo del banco. Ese pobre bolígrafo azul, pegado a una cuerdecita mugrienta y retorcida, que uno encontraba en las ventanillas cuando aún se firmaban cheques, pagarés y formularios. Antes de la era de las tabletas y las firmas digitales, cada mostrador de banco era un pequeño campo de batalla entre la buena fe del empleado y la tentación del cliente. El bolígrafo siempre estaba atado porque si no volaba. Volaba sin que a nadie le temblara la mano. Total, es un boli. Total, el banco tiene miles. Total, nadie se va a enterar. Y así se iba justificando el pequeño robo, como se justifican tantas otras cosas pequeñas que, sumadas, dibujan una forma de estar en el mundo donde llevárselo es casi más normal que dejarlo en su sitio.
La cuerdecita del bolígrafo es, para mí, uno de los símbolos más potentes de nuestra manera de convivir con la tentación de coger lo ajeno. Un banco, una entidad que maneja millones, que cobra comisiones por cada cosa, que penaliza cada céntimo que falta, tiene que atar con un cordón un boli de plástico de veinte céntimos porque sabe que, si no lo hace, desaparece. No uno, sino todos. Porque la mayoría de nosotros, ante la oportunidad, lo tomaría como un souvenir, un “total, ya lo pagan ellos”. Y ahí está el germen de todo lo demás.
A veces escucho a la gente decir: “Es que este país está podrido por los de arriba”. Y sí, es verdad, lo está. Políticos que roban, empresarios que falsean cuentas, contratos inflados, mordidas, sobresueldos, adjudicaciones a dedo. Pero siempre me pregunto por qué nos cuesta tanto ver que, en el fondo, esa podredumbre empieza mucho antes de llegar al despacho alfombrado. Empieza aquí abajo, cuando el que se lleva el boli se convence de que no pasa nada porque “todo el mundo lo hace”. Esa frase que tanto daño nos hace: “Todo el mundo lo hace”. Con esa frase se absuelve el invitado de una boda que se lleva una botella de vino, el que se cuela en el metro, el que descarga películas pirata, el que copia una tarea de clase, el que se lleva del trabajo unos folios o el que pasa dietas falsas para que le reembolsen unos euros de más. Nos reímos, lo contamos como anécdota y, sin darnos cuenta, alimentamos la coartada perfecta para que luego, quien tenga más poder, haga lo mismo pero multiplicado por mil.
Es casi una costumbre. A veces pienso que en lugar de enseñar ética cívica, deberíamos empezar preguntándonos por qué nos hace tanta gracia la figura del pillo. España es tierra de pícaros. Nos reímos con el Lazarillo de Tormes, con Rinconete y Cortadillo, con Guzmán de Alfarache. La literatura de la picaresca elevó a héroe popular al que engañaba, robaba, estafaba para sobrevivir. Una burla a los poderosos. Pero la burla se nos quedó pegada, y la justificación también. El listo es el que se cuela. El tonto es el que paga. Y así vamos moldeando la idea de que robar, si es a una gran empresa, a una institución, a un banco, a una multinacional, no solo no está mal, sino que es casi una revancha legítima. Lo peligroso es cuando esa mentalidad ya no distingue entre David y Goliat. Ya no importa si es una multinacional, una librería de barrio o el vecino que deja la bici sin candado. Si se puede coger, se coge. Porque “todo el mundo lo hace”.
De ahí a los grandes escándalos de corrupción hay un hilo que no queremos ver. Nos indignamos — y con razón— cuando un político mete la mano en la caja, pero a la vez miramos para otro lado cuando nuestro cuñado enchufa a su sobrino en el ayuntamiento. Criticamos la mordida millonaria, pero negociamos en negro para ahorrarnos el IVA. Señalamos a los corruptos en la tele mientras pasamos facturas falsas en la declaración de la renta. Y cada uno de esos gestos, cada pequeño hurto, cada favor por debajo de la mesa, va construyendo una mentalidad en la que el robo se convierte en una práctica cotidiana. Una cultura de la excusa. Si ellos roban millones, ¿por qué yo no puedo llevarme este boli? Si ellos colocan a sus hijos, ¿por qué no voy a meter yo a mi primo? Y así todo.
El Día del Libro, que se celebra en la calle Larga, se regala un clavel por cada compra. Es un gesto simbólico, bonito, que acompaña el libro como quien entrega algo con cariño. Pero este año hubo una señora que pasó por detrás de los stands, una y otra vez, metiendo claveles en su carrito de la compra como si estuviera recolectando flores en su propio jardín. Se lo dijimos varias veces, con educación, pero no sirvió de nada: simplemente se iba al siguiente stand y repetía la operación. Como si fuera lo más normal del mundo. Como si no pasara nada. Y, sin embargo, sí pasa. Porque no es un despiste. No es una confusión. Sabemos cuándo estamos haciendo algo que no debemos. Solo que preferimos fingir que no, porque así la culpa pesa menos.
Tal vez por eso la imagen del bolígrafo atado a la cuerda me obsesiona tanto. Pienso que hay algo profundamente simbólico en esa cuerda: no es solo un cordel de plástico, es un recordatorio de que, si no hay una barrera física, la tentación puede más que la vergüenza. Si el boli estuviera suelto,
volaría. Si la maceta no estuviera atornillada, desaparecería. Si el dinero público no tuviera controles, se esfumaría. Y cuando los controles existen, se buscan maneras de romperlos. Con testaferros, con facturas falsas, con dobles contabilidades. Siempre habrá alguien dispuesto a tirar de la cuerda hasta romperla si cree que nadie lo está mirando.
No se trata de negar que haya desigualdades, abusos y delitos cometidos por quienes tienen poder. Claro que los hay. Y es lógico que nos indignemos más cuando un político roba millones que cuando alguien se lleva un boli. Pero la semilla es la misma. El mensaje de fondo es que robar, si puedes, si no te pillan, si encuentras la grieta, es aceptable. O al menos, comprensible. Y esa normalización es lo que sostiene después las grandes estructuras de corrupción. Un empresario que falsea un concurso público no es muy distinto del que se mete los bolis del banco en el bolsillo. Solo que tiene más margen, más recursos, más contactos y menos escrúpulos.
Cuando me robaron las macetas pensé en qué explicación se daría la persona que se las llevó. Tal vez la misma de siempre: “Bah, total, nadie las cuida, están en la calle, no pasa nada”. Me pregunto si esas macetas todavía están vivas, si decoran un balcón, si se riegan con cariño. Me gusta pensar que sí, porque la otra opción es demasiado deprimente: que se marchitaran enseguida, abandonadas en una terraza, recordándoles cada día que aquello no les pertenecía. A veces pienso que el peor castigo no es que te pillen, sino que tengas que vivir con lo que te llevaste.
Pero parece que no nos pesa. O no lo suficiente como para cambiar. Seguimos repitiendo la frase mágica: “Todo el mundo lo hace”. Y mientras tanto, aceptamos como inevitable que el poderoso robe porque, claro, “todos lo haríamos si pudiéramos”. Es mentira. No todos lo haríamos. Hay quien deja el bolígrafo en su sitio. Hay quien ve una maceta y sigue caminando. Hay quien paga su IVA, aunque sea un fastidio. Hay quien prefiere perder dinero antes que poner a su primo de repartidor si no vale para el trabajo. Lo que pasa es que esa parte de la historia no se cuenta. No es divertida. No da para memes ni anécdotas. No se presume de honradez porque parece ingenua, casi tonta.
Ojalá algún día empecemos a contar esas historias también. La del que deja las cosas en su sitio. La del que se va de un cargo público sin un escándalo detrás. La del que firma un contrato limpio. La del que devuelve la cartera que se encuentra en la calle. Historias mínimas que, si se hicieran contagiosas, quizá harían menos necesarias las cuerdecitas para sujetar bolígrafos, los carteles de “prohibido llevarse los claveles” y los cerrojos en las puertas de las librerías de barrio.
Cada vez que paso por el número 26 de la calle Algarve me acuerdo de las macetas. Quizá algún día aparezcan otras nuevas. Quizá alguien, en un gesto improbable de conciencia, devuelva las que se llevó. No lo espero, pero me gusta imaginarlo. Y mientras tanto, cada vez que firme un papel en la tablet del banco, recordaré esa cuerda mugrienta y me preguntaré por qué no aprendimos la lección.
A veces basta un hilo para recordarnos que la tentación siempre está ahí. Pero la decisión de ceder a ella —o no— siempre será nuestra.
