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De Figueira da Foz a Évora, de Lisboa a Estremoz, de Oporto a Beja... El país está recorrido por carreteras sinuosas que atraviesan paisajes de película.

Castelo Branco (además de un célebre escritor) es un pueblo, a primera vista, medio abandonado. Íbamos recorriéndolo bajo un sol castigador; puede que esa fuera la razón de la impresión que nos produjo. Fue nuestra primera parada tras cruzar la frontera y sabíamos que nos esperaban unas cuantas horas conduciendo por carreteras secundarias hasta llegar a Coimbra, bastante más al noroeste. 

Coimbra, la universitaria Coimbra, me fascinó. Está, como Lisboa y Oporto, dividida por un río y eso le da el aire portugués inconfundible. El barrio antiguo de la zona amurallada, al que se accede por el Arco de Almedina, es (como la Alfama lisboeta) un laberinto de callejuelas, cuestas, bares pequeños, librerías y tiendas de artesanía, un entramado por el que el viajero quiere perderse y quizás no volver, su joya oculta. 

Aún nos esperaban varios días más de carretera y manta, como suele decirse, en los que visitaríamos Óbidos (famosa por sus librerías, su chocolate y su licor de ginja), Santarém y Évora, el tesoro histórico y arquitectónico del país, paradas imprescindibles todas ellas.

Mi historia de amor con Portugal ya venía de antes, de un par de viajes que había hecho cuando era pequeña al país vecino y de los meses que viví en Lisboa hace dos años gracias a una beca Erasmus. En la capital conocí al portugués, su forma de vida, sus costumbres y su cultura, viví según sus horarios y adopté temporalmente su acento atropellado y cálido.

También me di cuenta de la extraña relación que hay entre españoles y portugueses. Entre nuestros vecinos me encontré con dos actitudes predominantes: nos tenían cariño y nos consideraban hermanos o nos guardaban un ligero resquemor. Y vi que en parte es culpa nuestra.

Entre los españoles que conocí allí, la mayoría habían escogido Portugal como destino para su beca por su nivel de vida, el sol y la cercanía. Casi ninguno estaba allí por la cultura y el idioma; es más, ni siquiera se esforzaban en aprender un mínimo de portugués porque “para qué, si hablamos español y nos entienden”. Era, a mi entender, una forma de desprecio y eso los portugueses lo notaban. Si para ellos somos hermanos o “enemigos” (si aún podemos decirlo así) históricos, para nosotros, por lo general, ellos nos resultan indiferentes. 

De Figueira da Foz a Évora, de Lisboa a Estremoz, de Oporto a Beja... El país está recorrido por carreteras sinuosas que atraviesan paisajes de película, calles blancas que reflejan la luz, salpicadas de casas que parecen abandonadas pero están llenas de vida, ciudades que guardan tesoros y una gran historia pareja a la nuestra y un pueblo que si uno se acerca a él desde el respeto y no desde la soberbia de la que a veces pecamos, sorprenderá con su acogida y su generosidad. 

Como escribe Saramago en su Viaje a Portugal: “La felicidad, sépalo el lector, tiene muchos rostros. Viajar es, probablemente, uno de ellos”.

 

 

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