Los prejuicios en la literatura no siempre son visibles, pero afloran con una regularidad desconcertante cuando se rompen ciertas expectativas. Entre ellas, una de las más arraigadas es la que considera que la novela histórica bélica es territorio casi exclusivo de los hombres. Basta con revisar los rankings de ventas, observar los nombres que se repiten en los certámenes del género o escuchar algunos comentarios al pie de un stand para darse cuenta de que esta percepción no ha cambiado tanto como creemos. Cuando una mujer decide escribir sobre batallas, estrategias militares o episodios de guerra, todavía debe lidiar con la sombra de la sospecha, como si su voz fuera un intruso en un terreno ajeno.
Lo comprobé de manera especialmente clara en la pasada Feria del Libro de Jerez, mientras firmaba ejemplares de La dama del Salado (Rhode Island, 2024). Un señor se acercó a mi mesa, tomó el libro y empezó a hojearlo con detenimiento. Tras varios minutos de inspección silenciosa, me miró y, con un tono entre curioso y retador, me preguntó: “¿Pero tú te has documentado?”. Le expliqué que se trataba de una novela histórica, que por definición conlleva un trabajo riguroso de investigación, pero la incomodidad ya se había instalado. No me imagino que esa pregunta se le haga a un hombre que escribe sobre historia bélica. No al menos con esa misma carga de desconfianza, ese matiz que parece poner a prueba la legitimidad de quien escribe.
La pregunta, en sí, podría parecer inocente. Sin embargo, lo que revela es una predisposición: la idea de que una mujer que narra batallas necesita justificar su conocimiento del tema. Parece que la guerra, en el imaginario colectivo, fuera un asunto ajeno a nosotras, reservado a cronistas masculinos. Esa misma mentalidad es la que se refleja en los listados de ventas y en la escasa representación femenina dentro del género.
Apenas unos días después de la publicación de mi primera novela en formato digital, centrada en la batalla de la Aina, alcanzó el número 5 en el ranking de ficción militar histórica en Kindle. Fue una satisfacción enorme ver mi trabajo en una posición tan destacada, pero al recorrer la lista de los cien títulos más vendidos, descubrí un dato revelador: solo éramos dos mujeres. El resto, noventa y ocho autores masculinos. Iba precedida por nombres como Arturo Pérez-Reverte o Manuel Chaves Nogales, referentes indiscutibles, pero la estadística hablaba por sí sola. No es que las mujeres no escribamos sobre guerra, es que el mercado, los certámenes y la visibilidad editorial siguen relegando nuestras voces a un papel testimonial.
Y sin embargo, existen autoras que han abordado con maestría la novela bélica. La autora Helen Benedict, afincada en EEUU, por ejemplo, publicó Sand Queen, la primera novela de su país narrada desde la perspectiva de una soldado en la guerra de Irak. Es un retrato descarnado de la experiencia militar femenina, alejado de los clichés heroicos, y sin embargo poco conocido fuera de ciertos círculos. Otro caso es el de Helen Zenna Smith, seudónimo de Evadne Price, quien en 1930 escribió Not So Quiet: Stepdaughters of War, una obra que desmonta la visión romántica del sacrificio en la Primera Guerra Mundial para mostrar la dureza que vivían las mujeres conductoras de ambulancias. Más recientemente, Eve J. Chung ha anunciado The Young Will Remember, centrada en tres mujeres que sobreviven a la guerra de Corea desde roles distintos: una periodista, una madre y una matriarca. Obras así demuestran que la literatura bélica escrita por mujeres no es una rareza, aunque siga tratándose como si lo fuera.
El problema, por tanto, no es la ausencia de autoras, sino la persistencia de un prejuicio que condiciona tanto la recepción de sus obras como las oportunidades para publicarlas y promocionarlas. Un hombre que escribe sobre guerras parte, por lo general, con la presunción de autoridad; una mujer, con la necesidad de demostrarla. Y esa desigualdad, aunque se exprese en gestos tan aparentemente banales como una pregunta sobre la documentación, tiene un impacto real. Influye en cómo se nos percibe, en cómo se nos lee y, finalmente, en cómo se nos recuerda.
No pretendo insinuar que todo lector que formula una pregunta así lo haga con mala intención. Lo que señalo es que, incluso cuando no hay conciencia del sesgo, este se cuela en nuestras interacciones y perpetúa la idea de que hay temas “propios” y “ajenos” para cada género. Esa idea es, sencillamente, falsa. Las mujeres hemos vivido la guerra como víctimas, combatientes, cronistas y estrategas; hemos heredado historias, testimonios y cicatrices. Negar nuestra capacidad para narrarla es negar una parte de la realidad.
La misma dinámica se repite en otros géneros donde la épica, la acción y las tramas de gran escala parecen “pertenecer” a los hombres. En la fantasía épica, por ejemplo, muchas lectoras y escritoras han señalado cómo, si la autora es mujer, se asume sin comprobarlo que su obra será romántica o centrada en relaciones sentimentales. No importa que la sinopsis hable de guerras entre reinos, asedios o viajes heroicos: la etiqueta de “romántica” se coloca antes incluso de abrir el libro. En ocasiones, esto implica que ni siquiera se la invite a participar en mesas redondas, entrevistas o medios especializados, porque se presupone —sin preguntar a la editorial, sin leer una página— que no encaja en el canon del género. El prejuicio es el mismo: decidir de antemano qué pueden y no pueden contar las mujeres, y desde dónde lo hacen.
No puedo evitar pensar que, si en lugar de una mujer hubiera estado un hombre en mi puesto en la feria, aquel señor se habría limitado a preguntar de qué trataba el libro o cuánto costaba. Ese es el filtro invisible que necesitamos eliminar, no con discursos grandilocuentes, sino con una presencia constante. Publicando, participando en ferias, entrando en listas de ventas, ganando concursos y ocupando espacios que hasta ahora parecían reservados a otros.
La literatura bélica, como cualquier otro género, se enriquece con la diversidad de voces. Limitarla a una perspectiva masculina no solo es injusto, sino empobrecedor. Cada autora que se adentra en este terreno aporta una mirada distinta, matizada por su propia experiencia vital y por su sensibilidad. Y aunque estas aportaciones existan, si no se les da la visibilidad que merecen, el lector general seguirá creyendo que somos excepción y no parte de la norma.
Por eso, cada vez que me topo con esa pregunta sobre si me he documentado, pienso que mi respuesta más contundente no está en una discusión en medio de una feria, sino en el propio libro que tengo delante. La documentación está ahí, en cada página, en cada diálogo, en cada escena que reconstruye con fidelidad un hecho histórico. Y lo estará en las que vengan. Porque la mejor manera de combatir ese machismo sutil que aún impregna la literatura bélica es seguir escribiendo. Es demostrar, una y otra vez, que la guerra también se cuenta en voz femenina, con la misma autoridad, el mismo rigor y la misma pasión que cualquier otro escritor.
El tiempo, y la constancia, acabarán por desmontar el mito. Mientras tanto, seguiré firmando ejemplares, respondiendo preguntas y ocupando mi lugar en un género que no necesita guardianes, sino lectores dispuestos a escuchar todas las voces. La historia, al fin y al cabo, no pertenece a un solo género ni a un solo género literario. Y la literatura, mucho menos.



