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Es imposible no sentir miedo, escapar del horror que suscita lo que vemos, librarnos de la sensación de impotencia, evitar las ganas de gritar ¡Basta ya!

La época estival da la impresión de que nos protege de la vida. Parece, pero hay realidades de las que es imposible escapar. Por eso hace unas horas, los más de 30 grados propios de esta estación no pudieron evitar que se nos helase el corazón. Otra vez la barbarie, la crudeza, la impotencia, la desolación, lo injustificable… 

Durante toda la tarde recorrieron mi mente los diferentes atentados que ha sufrido Europa en los últimos meses pero, sobre todo, reviví aquel maldito 11M. Hay una cierta teoría que dice que aquello que nos toca de cerca nos duele más. Puede que por ese motivo —o porque cuando la tragedia nos invade surge un sentimiento patriótico del que en realidad carezco el resto de días del calendario—, recordé que en el año 2004 yo estaba en la facultad de Comunicación de Sevilla y que todos los monitores de aquel edificio se encendieron para contarnos lo que estaba sucediendo. Los que soñábamos con escribir reportajes y noticias asistíamos como telespectadores a la información más importante del año y de toda una época; a uno de los atentados más importantes de la historia de España. A gran parte de aquella generación no se nos borrarán jamás las imágenes que visualizamos ese día y las que vinieron después. Tampoco los sentimientos: el estupor, la tristeza, el horror y un montón de preguntas (tantas que iban más allá de las 5W del periodismo en las que tanto hincapié hacían nuestros profesores), que nunca supimos ni pudimos responder. Ahí siguen. 

Con Barcelona lo he sentido exactamente igual. He notado de nuevo cómo se abría esa herida que no estaba cerrada sino latente. Han pasado los años, nuestras trayectorias nos han alejado o han modificado las ilusiones de la juventud y, sin embargo, sigo sin comprender que para alguien su lucha valga más que la vida de otra persona, que su odio y su rencor esté por encima de los sueños, de los objetivos o metas de aquel que por una simple casualidad, por un revés del destino, se ha cruzado en el camino de un desalmado en un día inoportuno. Cada vez que pasa sé que no lo comprendo porque, simplemente, hay cosas que no tienen explicación y mucho menos justificación; nada contesta al por qué. Y, lo que es peor, nada nos libra de que haya una nueva fecha y otro lugar. Los dóndes y cuándos que nos paralizan. 

Es imposible no sentir miedo, escapar del horror que suscita lo que vemos, librarnos de la sensación de impotencia, evitar las ganas de gritar ¡Basta ya! Imposible. No obstante, nos quedan los valores que renacen cuando ocurren sucesos como este: la solidaridad, la unión, el respeto, el cariño, la esperanza. Y nos queda también la decisión firme de librarnos del odio porque eso es lo que nos acerca a ellos, nos hace parecernos a los bárbaros, nos convierte en seres irracionales en un mundo que lo que requiere son humanos que rebosen humanidad. Como ayer, cuando el apoyo a Barcelona por el atentado fue unánime. Como ayer, pero siempre, y en cualquier punto y ante cualquier insensato acontecimiento. Como ayer, pero siempre. Y que no se nos olvide nunca.  

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