Menores, en bicicleta, paseando por la calle. FOTO: ESTEBAN PÉREZ ABIÓN
Menores, en bicicleta, paseando por la calle. FOTO: ESTEBAN PÉREZ ABIÓN

Se acaba el año sin remedio y llega la costumbre de los balances y los buenos propósitos. Sin embargo, la pandemia ha cambiado también esto. Para muchas personas los planes individuales han quedado después de los planes colectivos, porque la pandemia ha mostrado no solo la fuerza sino la necesidad de una sociedad que funciona si coopera. La pandemia hubiera acabado con muchísimas más personas de no haber funcionado la responsabilidad colectiva y el concepto de sociedad que cuida de los otrøs. Los confinamientos, el quedarse en casa, el lockdown, el shutdown nos han dado la oportunidad de repensar la realidad y empezar a considerar qué es normal y qué no.

La pandemia ha acelerado, por ejemplo, la salida de habitantes urbanos hacia los pueblos, donde la vida es mucho más barata, empezando por los alquileres, más tranquila y ofrece aún más tiempo libre, siempre que haya buena conectividad a internet. Ni qué decir sobre el disfrute de la Naturaleza. Aunque se corre el riesgo de la especulación con los precios de la vivienda. La regulación de los alquileres, cada vez menos tabú, o la adquisición de viviendas sociales son otras de las dinámicas en las que la vida urbana ha entrado gracias a una pandemia a la que no habría nada que agradecer.

La vida urbana, al mismo tiempo, se está repensando a una velocidad importante, precisamente para bajar esa velocidad que no permitía pensar tanto en las personas como en las dinámicas generales en las que las personas estaban ahí como un elemento secundario. Berlín, por ejemplo, gana cada vez más espacio para peatones y bicicletas. La gastronomía o el turismo deberán ser igualmente repensadas si tenemos en cuenta que hay millones de personas que ganan su sustento mensual en esos sectores que ahora se revelan incompatibles con una vida, en general, sana. No es solo la pandemia, es la destrucción del clima lo que hace que el turismo deba ser radicalmente refundado.

La movilidad y la articulación del territorio ya no pueden seguir descansando en el automóvil. Nos damos cuenta de que los medios de transporte deben estar bien ventilados, deben ser más eficientes y alcanzar zonas que hace no mucho tiempo se cerraron porque no eran rentables desde el punto de vista del dinero, y ahora necesitamos abordar inversiones imprescindibles para que la rentabilidad de los medios de transporte esté contabilizada sobre la base de su utilidad social. El coche de litio no es la solución. La solución es el transporte colectivo o los automóviles ‘por su valor de uso y no por su valor de cambio’, incluido el valor de status o de prestigio: hoy ya está mejor mirado ir en bicicleta que viajar en auto hasta el trabajo o a hacer las compras. Además, ir en bicicleta mejora la salud de las personas y no produce contaminación mortífera en forma de partículas o gases.

La imprescindible vuelta a la salud pública con el foco puesto en la salud preventiva y curativa para las personas y la condena moral hacia quienes ven en la salud balances empresariales y dividendos. La eficiencia económica de un sistema público de salud, para que los recursos sean utilizados razonablemente, no debe volver a llevar al abismo al sistema. Y junto a la salud la educación. La pandemia nos ha mostrado en el llamado primer mundo la existencia del segundo, el tercero y el cuarto, que hasta antes de la pandemia habitaba en lugares lejanos o exóticos para muchos.

La selección economicista salvaje se cebó en nuestros mayores como consecuencia de haber considerado sus vidas un negocio en el que solo importaban los beneficios. La pandemia nos muestra que el concepto de residencias de mayores es una inmensa trampa y que hay que refundarlo radicalmente también. Hay otros modelos: viviendas multigeneracionales, asistencia domiciliaria y simple solidaridad y vida en común en el vecindario. Quedan a la vista los valores sencillos de la vida humana: la cooperación, en primer lugar, y el placer de sentir que vivimos juntos y no cuesta ningún esfuerzo que no merezca la pena.

Y la vacuna, que pone ante nuestros ojos sus precios, tan diferentes, tan desorbitados y tan inalcanzables para los mundos que no sean el primero. La urgencia por volver a la llamada normalidad, y que de normal tiene poco, es la urgencia porque no haya tiempo suficiente para pensar que estamos en el mundo y en la vida todos juntos y que enraíce la idea de responsabilidad colectiva y solidaridad universal.

2021 va a seguir enmascarado; nosotros vamos a seguir llevando mascarillas, con vacuna y sin ella. Nos queda, al menos, un año más. Veremos si para el final del próximo otoño tendremos una vida social abierta, aunque de otra manera, o no. No solo no vamos a poder volver a ninguna normalidad que se parezca demasiado a la que derogó la pandemia: sería mortal hacerlo; un suicidio colectivo.

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