Herederos de lo grecolatino y como juristas bien avenidos sólo tenemos ojos para Roma ¿qué nos sucedió con la madre helena? ¿es que ella nos causa vergüenza? Cuando echamos un vistazo en sus abarrotados tribunales, nos asaltan sacrificios, trípodes y actores excéntricos. La justicia griega se nos presenta brumosa y mitómana. Sin embargo, al abogado escapista corroe una duda: ¿acaso estaba aquella cultura deslumbrante -no olviden los desnudos- negada para las cosas del Derecho?
Hans Julius Wolff (1902-1983) fue un atrevido o quizás valga decir un outsider, en esto la línea suele ser fina. ¿Un jurista berlinés y judío con una tesis de 1932 sobre la mujer romana? ¿Quién si no ansiaría una salida así? Con sus seminarios griegos logró, dicho en términos sólo jurídicos, pasar de la nada al umbral de la pobreza. Por él, somos hoy, un poco menos indigentes y disponemos de estudios meritorios publicados también en lengua castellana, quizás el más preciso y completo el Sistema jurídico ático clásico (2006) del abogado Juan Palao Herrero.
Y aun así, a nuestro jurista doctrinado no mencione usted a Atenas, nooooo, ni se le ocurra, por dios bendito, decir que pudo haber sido de otra manera, nooooo. Ese jurista bien avenido sueña en sus horas íntimas de gloria departiendo con el gran Labeón. -Mas para nosotros- le reprendería también el ilustre pretor -el derecho no es algo per se. Usted, colega del futuro lejano, parece muy rígido-. -Se dice ahora muy ‘positivista’, estimado maestro. La Ley hoy, lo es todo-.
Pues fíjense, si a un romano mismo como este, los planteamientos formalistas de nuestro derecho chirrían, fíjense, la extrañeza que arrancaría de unos vecinos de Sócrates, que huían del especialista como alma que lleva el barquero. A los atenienses todo era común, o quizás valga mejor decir, el protagonista era el pueblo. Ellos legislaban, ellos resolvían y ellos padecían. Como dejó escrito el guasón de Aristófanes, en el paraíso uno debe vivir libre de pleitos, no como en Atenas.
Pero no vayan a creer ustedes que quien les habla es un radical anacrónico. Ni mucho menos. Soy letrado, es decir, un hombre encorvado insignificante que se deja los ojos vanamente en los decretos y gasta las horas tecleando para esta inmensa maquinaria. ¡Al texto letrado! Disculpen las divagaciones, o quizás valga decir, precauciones. Íbamos con el Doctor Wolff, para ser precisos, Alemania 1933, cuando renuncia a su carrera de juez en virtud de la Ley de restauración de la función pública y se marcha desesperado a América. Se despide de su hermano Reinhard, un médico socialista del que no tendrá más noticias a partir de 1938. Allá, en Nueva Orleans, Wolff publica El origen del proceso entre los griegos (1942), contrae matrimonio, le nace una hija ¿plantó un árbol? ¿un olivo, quizás?
Acabada la guerra, Hans retorna a su pálida tierra y se instala en la Universidad de Friburgo. Cosecha nombramientos, doctorados honoris causa y decide abrazar el catolicismo. Otra de sus salidas. Una mañana de 1976 el teléfono retumba en el despacho. ‘Es la Cruz Roja internacional, para informarle del paradero de Reinhard Wolff’. El profesor Wolff y su esposa Sylvia, natural de Fargo, EEUU, toman un autobús con destino a Crimea. Cuatro días después, llegan a la estación de Sebastopol. Se abrazan a la sobrina y a la viuda de su hermano. Reinhard fue ejecutado en prisión en 1941. Las circunstancias son relatadas de forma remisa, valga decir, muy oscura: fue asesinado por ser judío; quizás ejecutado por los rusos del NKDV, al tener nacionalidad alemana; incluso se barajó la intervención de Ucrania, colaboradora nazi en Crimea. Crimea, la antigua Táuride griega.
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