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Mientras cierra los ojos le viene a la mente el olor de la hierba en aquellas tardes de campo. Sentada junto a la orilla de un riachuelo, observa la silueta difuminada de su padre, con el sol detrás colándose entre las hojas de los árboles. Él, extiende sus manos hacia ella, invitándola a acercarse. Antonia sonríe y se levanta. Puede marcharse, al fin. Está todo bien, se dice, está todo bien. Sus hijas la contemplan, a los pies de la cama, y la mayor le agarra las manos con suavidad y firmeza. Es un instante solemne y triste. Es un momento de despedida. De paz.

Qué difícil fue para ella comprender el mundo del que ahora se desliza, dulcemente, casi sin hacer ruido. Qué complicado fue entender todos los cambios que ya le asaltaron a una edad un poco avanzada y con unos anclajes enterrados en principios irrenunciables. La religión y la dictadura contribuyeron a forjarle una educación conservadora y a ratos oscura y enrevesada. Un esquema mental que complejizó enormemente la relación con esas hijas que ahora la miran. Y con todo, al final del camino, solo quedó amor entre ellas.

Las faldas demasiado cortas, el pelo demasiado largo, el escote demasiado abierto. A Antonia nunca le gustaron ni la moda actual, ni las costumbres ésas de salir hasta tarde o de llevar un escueto biquini en la playa. Tampoco aceptó a esas bailarinas que en los noventa movían el cuerpo ligeras de ropa en algunos programas de televisión. Lo que tienen que hacer algunas para ganarse el chusco, solía decir mientras negaba con la cabeza (aunque ahora que lo pienso, a mí tampoco me parece bien, pero por razones que nada tienen que ver con la decencia y todo con la cosificación del cuerpo de la mujer).

De sexo, ni hablar claro, ni de discutirle  a un hombre públicamente. En privado, ya eso podía ser otra cosa. Eso sí, sobre las santas y los beatos no se le escapaba un detalle. Si hubiera existido un ‘Sálvame’ celestial, ella habría sido la María Patiño del programa. Porque podría haber sido periodista, ya que literatura nunca le faltó en esas cartas de caligrafía floreada e imposible. Escribir siempre se le dio genial pero, a pesar de que en su familia hubo medios económicos, lo que no hubo fue voluntad de que las mujeres estudiaran. Qué reportera más dicharachera se perdió este país.

Cuánta vida se le escapa a Antonia en esa cama. Desayunos con migas hechas en un perol enorme, mediodías de plantas en el patio, tardes de marionetas, noches de costura y de lectura con la  luz baja del salón. Cuántos recuerdos de risas por ese apetito insaciable, por esa capacidad para aprovechar los calcetines de media hasta que no les quedaba liguilla, por ese millón de llaves para todo cajón existente en su casa. Sus hijas la contemplan. Y ella se marcha. Descanse en paz.

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