Andalú

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Periodista, licenciado en Comunicación por la Universidad de Sevilla, experto en Urbanismo en el Instituto de Práctica Empresarial (IPE). Desde 2014 soy socio fundador y director de lavozdelsur.es. Antes en Grupo Joly. Soy miembro de número de la Cátedra de Flamencología; hice la dramaturgia del espectáculo 'Soníos negros', de la Cía. María del Mar Moreno; colaboro en Guía Repsol; y coordino la comunicación de la Asociación de Festivales Flamencos. Primer premio de la XXIV edición del 'Premio de Periodismo Luis Portero', que organiza la Consejería de Salud y Familias de la Junta de Andalucía. Accésit del Premio de Periodismo Social Antonio Ortega. Socio de la Asociación de la Prensa de Cádiz (APC) y de la Federación Española de Periodistas (FAPE).

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Es curioso como la vida finalmente pone a cada cual en su sitio, según los méritos/deméritos que haya ido acumulando en su trayectoria vital. A veces no es suficiente con lo que haces. Determinadas circunstancias ajenas a nuestro proceder, a nuestras aptitudes y actitudes, crearán un “poso”, una especie de estigma (para algunas personas) que nos perseguirá hasta el fin de los días. Este tipo de circunstancias, llamémosle culturales o “ambientales”, predisponen a algo tan simple como que se te mire mejor o peor, y con mayor o menor aire de superioridad.

El ejemplo más claro lo tenemos en nuestra vilipendiada tierra: Andalucía. Entre andaluces no existen diferencias irreconciliables, y si las hay se deben a extremismos obscenos promovidos por corrientes de opinión cuya una finalidad es dividir.  En todo caso, sí que existe una rivalidad centenaria entre ciudades, que bien entendida, puede ser utilizada como acicate para la mejora… para tener más lustre que el vecino.

Sin embargo, una vez que traspasas la delgada línea que marca en un mapa de España Despeñaperros, nos encontramos con otro tipo de acogidas, y no quiero decir con esto que se nos trate mal. En determinados lugares es exactamente al contrario, se nos trata mejor que bien. Pero no hay manera de quitar en el que no ve bajo la verdiblanca, ese gesto de sorna en la cara cuando nos escucha hablar en “andalú”. Y eso me enferma.

Porque no, señores. Nosotros no hablamos un “castellano mal hablado” como se han empeñado en enseñarnos desde que íbamos al colegio, tratando de corregir acentos, vocablos, sintaxis… no. Es lógico que a veces se comenten errores en el empleo de la lengua, pero en esta tierra hemos sufrido un excesivo celo en el adoctrinamiento de la utilización del castellano, despreciando nuestra propia aportación a la lengua madre.

El “andalú” es un dialecto. Rico, y con innumerables matices propios, no ya de cada provincia, sino incluso de cada comarca, de cada ciudad… hasta de cada barrio. No se trata solo de un seseo o un ceceo (algo de lo que por cierto yo me siento orgulloso, prodigándome en ambas “disciplinas” lingüísticas a discreción y sin tratar de ocultarlo).

Es también un vocabulario propio, antiguo, una inequívoca seña identitaria de nuestra cultura desde hace siglos y que ha pasado por tradición oral de generación en generación, aunque algunos se empeñen en menospreciarlo, haciendo mofa gratuita y fácil de la señora a la que de repente asaltan en plena calle con un micrófono.

Ya no digamos la imagen del andaluz en cualquier serie de televisión o película, donde normalmente se nos asignan papeles de chachas, criados, limpiadoras, analfabetos, o en todo caso y como mal menor… payasetes.

“Qué gracioso, cómo habla el andaluz”, escuchamos como si fuésemos un espectáculo circense. Si nosotros hiciésemos lo mismo y durante una visita a Jerez, a Málaga, o a Torredonjimeno, un señor de Barcelona (o Bilbao) nos dijera algo y nosotros respondiésemos con un “qué gracioso el catalán”, o “cómo suena de rumboso el euskera”… ¿cuál creen que sería la reacción? ¿Piensan que sería igual? Yo no lo creo.

En primer lugar porque ellos, a diferencia de nosotros, han hecho de su lengua una bandera nacional. Un motivo de orgullo. Sin embargo nosotros, en determinados círculos, renegamos de nuestro habla avergonzándonos de la lengua que nos dieron nuestros padres, nuestros abuelos… nuestros ancestros. Incluso algún andaluz (que todos conocemos alguno), trata de disimular su acento sin comerse las “eses”, como si eso le diera mayor credibilidad o categoría ante sus oyentes.

Desde la Andalucía Occidental, con sus seseos y ceceos dispersos (a veces, con tan sólo 30 kilómetros de diferencia), hasta la Oriental con sus “vocales (más) abiertas”, encontramos una riqueza autóctona cultural inigualable. Y no se habla igual en el Campo de Gibraltar que en la Sierra de Segura, o que en Aracena, o que en “Graná”. Cada pueblo tiene su código verbal, sus características que los hacen únicos, singulares e irrepetibles.

Pero miren ustedes por dónde ahora cambian las tornas y, Andalucía (al menos durante este mes), está de moda. Unas elecciones bastan para que todo un país repare en las múltiples cualidades de este bendito pueblo, que una vez más servirá como altruista “banco de pruebas” para lo que se nos viene encima (políticamente hablando) por los cambios que se intuyen a golpe de encuesta.

Todos los ojos se posarán en Andalucía el 22 de marzo, y más allá, porque sobre el resultado electoral que salga de las urnas dentro de dos domingos, pivotará la política nacional que nos ha tomado como espejo.

¡A nosotros! ¡Fíjense en la ironía!

Por eso, amigo lector, muéstrese orgulloso como el que más. Farde de comerse letras, de decir “fitetú” en vez de “fíjate tú”… de “economizar” palabras tal y como lo hacemos por esta zona. Cecee y sesee lo que le plazca. Durante los próximos meses se nos permite casi todo y seremos ejemplo a imitar por muchos, o modelo a descartar para otros. Pero tanto de una como de la otra manera, estaremos de moda.

Molará ser andaluz.

Rectifico: molará ser… ¡ANDALÚ!

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