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Manuel hace una llamada a María desde las pantallas. Ignora si sigue viva, quizás…, quién sabe, puede ser que la edad haya borrado de su memoria esa hermosa historia de un amor nunca consumado. 

Me conmueve este hombre octogenario. Sus azulísimos ojos aún brillan cuando relata con sumo detalle las terribles peripecias de una larga y fructífera vida. Su sonrisa transmite autenticidad y franqueza. Diríase que a estas alturas de la vida se siente bien consigo mismo; satisfecho de su lucha y de lo que ha conseguido. Correctísimamente vestido: traje gris no muy oscuro y cuidadosamente planchado, camisa azul claro y corbata. Todo un caballero del que cualquier señora de esas que no quieren seguir viviendo solas, podría prendarse. Y no sólo porque físicamente es muy atractivo, a pesar de sus 87 años, sino porque se expresa con mucha soltura, con vocabulario muy cuidado y voz firme.

Manuel presume de su fortaleza y flexibilidad. Hace taichí diariamente y se le ve sano, así que le han renovado su carnet de conducir, vaya, todo un buen mozo. Nació en un pueblo de la provincia de Jaén y, como tantos otros, vivió una infancia llena de penurias y carencias. Pobre como las ratas, trabajó guardando animales desde muy pequeño. Sin zapatos, medio desnudo y apenas alimentado, cuando llegaba a la casa, después de una dura jornada, si había que ir a buscar agua, o leña, o ayudar en otras tareas, ahí estaba Manuel y sus hermanos. Ni un minuto de descanso.

A eso ahora le llamamos explotación o maltrato. A él le cuesta poner nombre a esas experiencias, pero finalmente lo dice: nos maltrataban…, no era que te escupieran, o te pegaran, pero te echaban encima todo el trabajo, como si fueras mayor. Y la escuela era para los que tenían calzao y buenos pantalones… no era para nosotros.

Así que el muchacho llegó a la pubertad sin saber leer ni escribir. Tenía trece años, cuando estalla la Guerra Civil, y recuerda que toda la familia huyó del pueblo. Puro miedo a lo que venía: un ejército sublevado, que no tenía miramientos con la gente pobre, sobre todo con los que se habían posicionado políticamente.

Los tres años de guerra anduvieron de un lugar para otro y acabaron en Málaga, una de las ciudades andaluzas que sufrió más cruelmente el asedio militar. Y Manuel, como todos sus hermanos, fue encarcelado en 1939.

Lo cuenta con todo lujo de detalles. Un día llegó la Guardia Civil al tajo donde estaba trabajando, con una lista de nombres. Cuando llegó al suyo, lo invitaron a acercarse al cuartel para hacerle unas preguntas. Antes, se acercó a su casa y avisó a su madre, que muy sabiamente, le dio un pellejo de cabra, para abrigarse, por si acaso… no fuera que las preguntas acabaran en encierro. Como así fue. Manuel relata su llegada al cuartel, la paliza que recibió y el estado en que entró en la cárcel, sin haber mediado palabra alguna. Allí se encontró con sus tres hermanos, pasó por una tuberculosis y aprendió a escribir malamente, pero para defenderse. 

Y es aquí donde empieza la historia de amor de Manuel y María. De hecho el hombre ha venido a la tele buscar una compañera de vida. El conductor del programa le invita a relatar esa historia de juventud; una historia hermosa que no duda en compartir con el público.

El muchacho, tenía dieciséis años cuando lo detuvieron y lo encarcelaron, pero no había experimentado nunca el contacto con el otro sexo. Un amigo de celda le dio la dirección de una vecina suya, una joven de Jaén, con la que Manuel empezó a cartearse. Lo más conmovedor de la historia es la anécdota del tren. Se le ilumina el semblante cuando recuerda cómo ella, sentada sobre sus rodillas, tomó su rostro y le estampó dos sonoros besos. El muchacho iba esposado camino de Melilla donde le esperaba quién sabe qué. Así es como lo cuenta, con palabras hermosas y ojos brillantes: “Usted no sabe lo que es eso. No haber conocido nunca ese contacto… Me conmovió ese gesto suyo, a pesar de que sus padres estaban un poco más allá, viendo lo que pasaba”.

Por eso Manuel no pudo olvidar nunca a María, la chica que le regaló una de las mayores alegrías de su vida: dos castísimos besos de despedida, en un viejo tren, cuya última estación era toda una incógnita para el muchacho.

Son casi las cinco de la tarde y no puedo despegarme del televisor porque la historia que cuenta Manuel está llena de hermosos recuerdos, en un contexto absolutamente infame. Es historia de España viva y, lo más emocionante, este hombre ha mantenido la mirada clara y franca del que no ha perdido la capacidad de amar. No advierto ningún detalle que exprese odio o resentimiento hacia lo que le tocó vivir.

Para redondear su interesante historia resulta que este hombre no llegó a Melilla, sino que escapó de sus carceleros y pudo pasar a la zona francesa en Marruecos. Según dice con una ancha sonrisa: cantando La Internacional.

Vivió varios años en ese país y después emigró a Canadá donde aún vive su único hijo. Con el beneplácito de su esposa, volvió a España jubilado y dispuesto a encontrar a María, la primera mujer de su vida. Y la encontró, vaya si la encontró. Movió cielos y tierra, hasta dar con ella. Se volvieron a ver en Jaén una hermosa noche de primavera. Ambos eran ya maduros. Ella viuda, él casado con una gran mujer, que siempre supo de la existencia de ese amor romántico y que se sentó junto a ellos en una terraza a celebrar el encuentro con otros dos besos y una suculenta cena.

Hoy Manuel hace una llamada a María desde las pantallas. Ignora si sigue viva, quizás…, quién sabe, puede ser que la edad haya borrado de su memoria esa hermosa historia de un amor nunca consumado. Pero él, en su fuero interno, aún conserva la esperanza… Y si no, aún le queda amor para una mujer que sea culta, ágil y quiera seguir viaje con él.

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