La estación madrileña de Atocha se llamará Almudena Grandes. La escritora, en una imagen de archivo.
La estación madrileña de Atocha se llamará Almudena Grandes. La escritora, en una imagen de archivo.

Almudena Grandes murió el sábado y, hoy lunes, ya no queda nada por decir sobre ella. No solo la prensa española sino la alemana ha llenado sus páginas con su obra, que es la reinvención de la crónica galdosiana para una España escondida en las cunetas todavía. El pacto de silencio que incluyó la transición, ¡qué feo suena eso de un pacto-de-silencio!, no le obligó a ella. Certificó el fin de la obediencia en la cama que cantaba Jarcha con Las edades de Lulú, siendo mujer escritora. Testificó que hay mucha gente que sufre y calla, dolor y miedo con las novelas escritas de su serie Episodios de una guerra interminable.

No nos deja huérfanos, no hubiera servido su literatura, entonces, para absolutamente nada. Su escribir era una llamada constante al despertar, al empoderamiento de la sociedad y de sus miembrøs; escribía y nos invitaba a emanciparnos, incluso de ella misma.

Me sorprendió su última colaboración para EPS, Unos ojos tristes, publicada anticipadamente por razón de su muerte. La moda kinki era el tema y yo que acababa de ver Las leyes de la frontera, de Daniel Monzón, me preguntaba precisamente por la reaparición de la estética quinqui y de su temática, sobre todo. La película de Monzón, que merece espacio aparte, había llamado la atención de Almudena Grandes y cuando leo su columna para el 5 de diciembre me sorprendo por ello y porque pedía perdón a sus compañeros de generación que no habrán entendido ni una palabra de esto.

Lo quiqui entró en mi propia vida por una ventana también extraña, inesperada, a través de un amigo que era un quinqui y al que le gustaban Los chunguitos, cuya forma de vestir y sus gustos musicales no iban en perfecta armonía con aquel grupo nuestro; mucho menos su vida al margen de tantas cosas. Un amigo al que nunca olvidé, siempre tuve aprecio y siempre temí un poco. Creo que ese temor tenía que ver con su independencia insobornable, aunque no sé si independencia es la palabra. Estos eran mis pensamientos del viernes cuando Almudena Grandes todavía vivía y el sábado, cuando ella murió, yo estaba recorriendo doscientos kilómetros para que una vacuna contra el virus corona no terminara en la basura sino en mi brazo; mi tercera vacuna. Por ello no supe de su muerte hasta el domingo por la noche: aunque parezca increíble, uno puede quedar ajeno a las cosas del mundo por un par de días.

Insisto en que lo escrito sobre Almudena Grandes es sencillamente abrumador, como abrumadora es su obra, que ahora leeremos con otra perspectiva, la del final, y leeremos hacia atrás. No hay orfandad, nos deja empoderamiento, nos lega emancipación y nos advierte contra el silencio.

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