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Teniendo en cuenta lo anterior, podemos ahora los rosales, cuando los signos de su letargo invernal son claramente visibles y los días se anticipan cada vez más luminosos.

Una planta no es un individuo, sino sistema. En tanto que sistema, ninguno de sus órganos es vital hasta el punto de ser imprescindible. Por eso podemos podar un árbol, como este jacaranda de la plaza de la Yerba, sin que muera.

Al no tener pies ni patas para escapar de sus potenciales enemigos, las plantas resisten a las agresiones de éstos regenerando la parte destruida o comida. Incluso han desarrollado la capacidad para reconstruirse a partir de uno de sus fragmentos.

En jardinería, llamamos “esquejes” a estos fragmentos capaces de regenerar una planta entera. Un esqueje no es propiamente el hijo de una planta, aunque lo consideremos comúnmente así, sino que, en realidad, es una fracción del sistema que reconocemos como una planta.

Debido a esta capacidad para regenerarse y para reproducirse creando copias de sí mismas, se podría decir que las plantas han sabido escapar a la dialéctica entre la vida y la muerte a la que estamos sometidos (por el momento) los seres humanos y los animales.

Eso sí, sacrificando la individualidad en beneficio de una identidad plural, como sistema. Por suerte, las plantas no enloquecen por ello —que sepamos, al contrario de lo que le sucedió a Narciso cuando tomó consciencia de que no era único—.

Teniendo en cuenta lo anterior, podemos ahora los rosales, cuando los signos de su letargo invernal son claramente visibles y los días se anticipan cada vez más luminosos.

Si el jardinero no puede escapar a la muerte ni modelar la vida a su gusto, al menos puede tallar sus rosales de manera que las vuelva a ambas más fragantes y más hermosas.

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