Inocentes criaturitas, hasta 1898 no se dieron cuenta que el imperio se había acabado. Se había auto-fagocitado. Ceguera política, endiosamiento, inutilidad diplomática, no supieron, no quisieron darse cuenta que unos acuerdos político-comerciales similares a los aplicados por el otro gran imperio, el inglés, el de la Commonwealth, habría perpetuado o, por lo menos, alargado la vida al mercado iberoamericano, muchísimo más que la cerrazón totalitaria del “aquí mando yo”, responsable del enquistamiento, que acabó con la pérdida de las colonias desde los desiertos nórdicos a la Tierra del Fuego, como está ocurriendo en la actualidad, en el interior de la península, porque más espacio no queda. Unos lloraban la pérdida de la grandeza imperial. Otros, en bizarra lucha desde sus salones, preconizaban la reconstrucción de esa “grandeza”. Una de las dos, no; las dos Españas para partirnos el corazón.
La caída de Francia en Sedán sedó a los imperialistas españoles. Recién salidos de una guerra destructiva que acabó con más de un millón de personas, sólo menos de la mitad muertos en combate, porque su objetivo nunca fue alcanzar la paz, sino destruir, barrer, hacer desaparecer al “otro bando”, extenuados, cansados, retirados los tanques y aviones alemanes e italianos, prevalecían dos anti-valores: venganza y conquistar el mundo. Venganza contra los vencidos, que debían ser exterminados. Y conquista: si Hitler conquistaba Europa, ellos querían la Tierra. La “conquistarían”, para devolver su grandeza a la patria… con las armas de Hitler. Y el totalitarismo ahíto de revulsiva venganza, de destrucción masiva, de eliminación física de todo rastro de insumisión a la férrea dictadura, tomó forma en la Falange cristianizada de Ramiro Ledesma y Dionisio Ridruejo, aunque desplazados por la dirección del supercuñado Ramón Serrano-Súñer.
El triunfalismo siguió, amamantado por las victorias nazis, hasta que la caída de Berlín llevó al despertar, no a las mentes febriles, no a los pseudo-intelectuales que mantenían vivo el fervor del fascismo. Algunos se adaptaron poco a poco, se reconvirtieron en parte, obligados por la realidad; otros siguieron adoctrinando desde los puestos alcanzados por el partido y la Iglesia, merced a la victoria militar o segando vida desde la brutal censura. El régimen, es decir, Franco, consciente de la necesidad de cambiar, se acogió a la protección de Estados Unidos, tan patriota como para convertir la patria en el mayor portaaviones de la flota yankee, a cambio del polvo en que los yankees dejaban la leche.
“La alianza de masones, separatistas, marxistas, chuetas y moriscos, encargados de ejecutar desde el Estado la sentencia condenatoria lanzada contra España por las potencias europeas, había triunfado”, decía en 1933 Onésimo Redondo, por lo que “Castilla debía alzarse de nuevo, para recomponer la “vieja patria”” (y tan vieja), alegato completado por Ramiro de Maeztu, para quien “la antipatria había sofocado la frondosa yedra del árbol de España. Pero algún rincón de España, de España, no, de Castilla, había permanecido incontaminado en su ser”. La leche agria del fascismo falangista cristianizado -hecha polvo algo después por el Tío Sam- fueron los lodos de aquellos polvos traídos por los panzers, por las bombas italianas y por el polvo de leche con barras y estrellas.
En esta condena a cuanto no fuera sumisión al yugo, este desprecio a los intelectuales, más aún, a todo cuanto pudiera oler ligeramente a liberación cultural, esta oposición, más que eso: este odio a la libertad individual ¿no suenan “gritos del silencio”? ¿No recuerda a Pol Pot? Para Ridruejo, el liberalismo, el voto femenino, la libertad individual, la propia democracia, eran “mediocridad” que habían hundido España, que había acabado siendo “la irrisión de Europa”. Por eso, declaraba: “queremos ser padres de generaciones que sueñen con el dominio de la tierra”. ¿Dominar la tierra, como forma de redimir “una patria atormentada? Sería mejor dejar de atormentarla. Porque “la irrisión de Europa”, lejos de ser “un lugar labrado para España por Europa”, -como decía Onésimo Redondo- es una situación creada por la iluminación mental artificial de este imperialismo, tan torpe y ofuscado, como para confundir “grandeza” de un Estado con “dominio del mundo”..
Demasiado actual. La historia se repite para nuestra desgracia, en su peor versión. Otra vez, cuarenta años después de los otros cuarenta de oprobio e indignidad dictatorial, vuelven los dictadores dispuestos a imponer su voluntad, por cualquier procedimiento, contra la voluntad de la mayoría de los pueblos peninsulares. El mismo léxico, pero ¿la misma motivación? En 1933 y 1936 y 1940, al ejército, al partido y a la iglesia, les movía el simple deseo de mandar, de dominar. Esa misma opresión hoy, viene empujada por otras fuerzas: banca, eléctricas, constructoras, lobbies, fondos buitre, especuladores. El Ibex y Europa, bajo el patrocinio de Estados Unidos. Un momento: ¿otras fuerzas? ¿O las mismas?
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