2020, ¿el año del cambio?

Sebastián Chilla.

Jerez, 1992. Graduado en Historia por la Universidad de Sevilla. Máster de Profesorado en la Universidad de Granada. Periodista. Cuento historias y junto letras en lavozdelsur.es desde 2015. 

Una vocecita interior me susurra que esta legislatura no será larga; otra, entre risas, me habla de un largo camino hacia el averno. Me fio más de esta última.

Después de esta semana en la que Mariano Rajoy por fin ha conseguido formar gobierno, mi yo político se pregunta: ¿cuándo llegará el cambio? Una vocecita interior me susurra que esta legislatura no será larga; otra, entre risas, me habla de un largo camino hacia el averno. Me fío más de esta última. Es la misma que me decía que el PSOE se iba a abstener y que Mariano Rajoy volvería a ser presidente; que nada cambiaría y todo seguiría igual. Y sí, todo sigue igual.

Si todo transcurre como debiera, las próximas elecciones generales tendrían lugar a finales de 2020. O no. Apurando un poco, el próximo gobierno podría formarse en 2021, o incluso en 2022 si una coyuntura similar volviera a repetirse y no se consiguieran los apoyos necesarios para investir a un nuevo presidente. En ese supuesto Mariano Rajoy, que no repetiría -o eso ha dado a entender tras su acuerdo de investidura con Ciudadanos-, podría haberse llevado de presidente unos diez años en dos legislaturas consecutivas. El retrato sociopolítico de la década de los 20 no es difícil de pronosticar. Copiando el tópico historiográfico de los "felices años 20" del siglo pasado, bien podríamos imaginarnos unos "tristes años 20", con una sociedad española claramente fragmentada y al borde de una catástrofe social.

Imagino pues un 2020 en el que ya no se hable de la "hucha de las pensiones", no porque no interese, sino porque literalmente no exista. Imagino un país en el que más de la mitad de sus ciudadanos estén por debajo del umbral de la pobreza pero con unos índices de desempleo maquillados por contratos basura. Imagino a estudiantes recurriendo a trampas bancarias para pagar sus estudios, a pensionistas guardando cola en comedores sociales y a enfermos muriéndose en las salas de espera. Imagino anuncios y más anuncios de compañías de salud, bancos y pensiones privadas bajo el pretexto de "la seguridad" y "el día de mañana".

Imagino cosas que hoy ya existen y que gracias a la connivencia de la clase política con la oligarquía financiera serán el pan de cada día de la mayoría de los españoles. Pero me froto los ojos y también imagino -puestos a imaginar- una contestación social en la calle. Sueño, y vuelvo a frotarme los ojos, con una multitud de trabajadores y trabajadoras pidiendo justicia social, reivindicando lo público y desafiando la deriva desregularizadora impuesta por el poder económico. Escribo, y no me lo termino de creer, imaginando -cuántas veces habrás leído ya 'imaginar' en esta columna- un país en el que su pueblo tome conciencia de clase, en el que muchos de sus abstencionistas y sus confiados al bipartidismo y al orden establecido además de predicar con el ejemplo en su vida cotidiana hagan un mínimo gesto de revolución depositando en la urna una alternativa al desenfrenado capitalismo al que nos precipitamos. Imagino una coyuntura de conflicto social -una crisis de régimen que vendrían a decir algunos de mis compañeros- en una sociedad de clases que bajo la sombra de la posmodernidad cree estar desclasada. Podría imaginar también que algún día dejaré de imaginarlo.

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