Vicente Núñez (Aguilar de la Frontera, Córdoba, 1919-2002 ) solía llamar ramera a la poesía y no la quería ni bendita, recordaba un amigo que lo trató y conoció bien. En la España de posguerra no solo fue un notable creador, también el único crítico que más interesó sobre su obra al exigente Luis Cernuda. Yo le recuerdo allá por 1988, con su atención y cortesía hacia todos en el gran teatro de la poesía donde entraba a disolver una escena; de Bécquer a Gloria Swanson, el personaje y el poeta, la práctica inocente de una vocación como afirmación a su retorno.
Su tiempo transcurrió bajo una bóveda celeste, mientras iba por un camino ciego donde estaban apagados ya todos los fuegos y las voces alcanzaban la mentira de la poesía. Algunas noches soñaba con la tardanza de ese tiempo y la interferencia de su ruidoso enigma, jugando con las máscaras de lo leído y extraído en el límite de su angustia, en la seducción de la fisura en los espejos. Se dibujó a sí mismo tras un extraño letargo en el jardín de la memoria, una convicción secreta del fracaso era su dialogo con los ausentes y el silencio, la demora en el umbral de un ojo sin mirada.
Como su admirado Holderlin, confió en el espacio infinito del ritmo. Quizás hubo un momento en el que ya no quiso o no pudo ser más que un poeta, ahí empezó su auténtica ruptura vital y creadora, la integración de su discurso en la comunidad con las mascaras viejas del artista, fruto de su autoconciencia.
Volver al origen, hacer pasar al poeta como un gran prestidigitador misterioso, pero convencer también con la estructura y la técnica de sus efectos, y todo al servicio de lo mejor del arte; crear algo ejemplar sin producirlo meramente por reglas. Una sabia liturgia vieja era su respeto a la suntuosidad del arte y las ceremonias de la consagración, como escribió en uno de sus aforismos “cuando hablamos de analfabetos no indagamos de qué alfabetos están llenos”.
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