Vivir al raso: "Yo ya estoy acostumbrada al frío"

Un persona sin hogar de Jerez, en una imagen de archivo.

"Solo te dejan estar tres o cuatro días en el albergue, eso no arregla nada", comenta Manuel Soler, un valenciano empadronado en Jerez que no tiene hogar. Cuenta que lo perdió todo desde que se divorció. "Me quedé en la calle... y cuanto más lejos de Valencia, mejor", murmura. Está sentado en la calle Sevilla, enfrente de la plaza Mamelón. Según Inma Peña, una jerezana que vive en la calle desde 1995, "muchos paran por allí". Manuel reposa en uno de los salientes, coloca un táper rosa sobre una pequeña mochila, y abre una libreta en la que se puede leer: "Necesito su ayuda. Gracias". Viste vaqueros, bufanda, gorro... hace frío. El viento del mediodía congela a cualquiera que no ejercite un poco el cuerpo. El sol, casi inexistente, no penetra entre las columnas. Aun así Manuel no pierde la sonrisa, él enlaza sus manos enguantadas y aprieta. El frío es mental, es pasajero. "Yo ya estoy acostumbrada a él", ríe Inma.

Frío. Frío es la palabra más repetida en el primer mes de este nuevo año. Ola de frío, nevada histórica en toda España... ¿Solo nos acordamos de ellos cuando se repite tanto este concepto? Salimos a la calle, a su hogar, su humilde morada, con el objetivo de que nos cuenten sus dificultades, sus penurias, su continua lucha. Pero, como presuponemos, esta debe ser aún más pesada durante el invierno. No obstante, ellos no viven entre estaciones, no cuentan los días. Viven sin más. El Ayuntamiento de Jerez ha reactivado este gélido enero un dispositivo de atención a personas sin hogar, recordándole a ellos, que viven alejados de tecnologías o medios con los que informarse, que existe el albergue municipal, Cruz Roja, Cáritas Diocesana y ACCEM, entre otras.

¿Qué es de estas personas cuando la calle hiela tanto? Inma es la más veterana, incluso una cara conocida para algunos jerezanos. Lleva recorriéndose los rincones de la ciudad desde hace más de 20 años, y tiene un compañero desde hace cinco. José Luis García es de Alicante y nació casi en el misma fecha que Inma. Ambos lo cuentan con mucha complicidad. "Soy su ángel protector", espeta Inma, quien socorre a José Luis cuando a este le entran ataques de epilepsia. No quieren profundizar sobre porqué duermen entre los cartones que recogen cada noche en la calle Larga. "Por circunstancias", es lo único que pronuncian. El motivo es incierto. Una habla de alcohol y embarazos subrogados, el otro de la quiebra de su empresa de zapatos en el mismísimo estallido de la última crisis económica. Llevan tres años juntos en la calle. Inma carga una "litrona" y una bolsa con un táper azul. "Vamos al comedor del Salvador. Bueno, va él y trae comida para los dos. Yo tengo una orden de alejamiento", expresa, mientras, José Luis se baja la braga calientacuello y le da breves sorbos a un cartón de vino peleón.

Él tiene dos vicios, y uno de ellos le ha llevado a recorrer diferentes centros de rehabilitación. Saca un pitillo y lo enciende. "Se levanta cada mañana a eso de las cinco para buscar colillas", apunta ella. "El dinero que recaudamos es para papeo y alcohol, para qué te voy a engañar, hermana", añade. Si bien son libres de cualquier orden, de cualquier sistema, mantienen una rutina. Ambos madrugan y normalmente se postran en las puertas de las iglesias para "poner la mano". Solo visitan el albergue municipal para ducharse y lavar la poca ropa de la que disponen, y acuden al Arroyo cuando necesitan un servicio. Se las avían para vivir: guardan sus mantas en un contenedor y tienen hasta su propia nevera. En una de sus calles más transitadas, abren una caja de contadores de agua, y ahí, entre varias tuberías, esconden yogures, palitos de cangrejo, papel higiénico...

Inma y José Luis son populares en la ciudad por algún que otro conflicto. "Hasta los gatos nos conocen", bromean. Hace apenas unos minutos estaban discutiendo. "Me he metido en muchas peleas por protegerla a ella". Relatan que antes dormían más cobijados del frío, en el gran cajero que hay entre la calle Lancería y la plaza del Arenal, establecimiento que ahora cierra sus puertas de madrugada con una enorme verja. Ambos critican el comportamiento de muchos jóvenes: "Las niñas se mean en la calle, no tienen vergüenza". Los residentes del centro de Jerez, ellos, que conciben las calles del casco histórico como su casa, son los que más la cuidan, la que más la respetan, o eso es lo que ellos mismos manifiestan. Es lo que declaran, lo que articulan mientras una nube de vapor asoma entre sus labios. La historia de Manuel es distinta. Su rutina es otra. No hay ningún ciudadano "sin techo" que adecúe su vida a un mismo patrón. No hay instrucciones, solo la voluntad de cada uno de ellos.

Él vive justo detrás de la Venta El Pollo, en una nave. "Tengo que ir a ver al padre Juan Carlos para que me dé otros zapatos", señala mientras relata que reside en pequeño espacio de la nave gracias al altruismo del propietario, de un buen hombre que le dio cobijo, un sofá, un hornillo y la compañía de tres mininos. "Me gusta estar solo, últimamente no voy ni al comedor del albergue". Prefiere pedir en la calle y comprarse algo de comida en el supermercado que luego cocina en su pequeño "apartamento". Vive de la gente, de la ayuda que las personas le ofrecen. "En la venta me suelen decir: Manolo, tú no padezcas, vente a tomarte un café tengas o no para pagarme". También suele trabajar de friegaplatos en la feria, en la caseta de La Sagrada Lanzada, El Pescaílla... Tanto él, como Inma y José Luis, agradecen muchísimo la labor de Cruz Roja, organización que les proporciona comida, "bocatas", de lunes a viernes.

Manuel, natural y transparente, saca del bolsillo de su abrigo una cajetilla de puros. "Me cuestan un eurito, es mi único vicio, pero también tengo caramelos para no abusar de ellos", explica. La fría acera y las paredes blancas de la calle oyeron una vez una moraleja. Una persona se acercó a un hombre que pedía limosna y le entregó una moneda. Al día siguiente ese hombre seguía estando en el mismo sitio. "¿Qué hiciste con el dinero que te entregué?", le preguntó. El "sin techo" le mostró algo de comida y una flor. "¡Vaya manera de desperdiciar mi dinero!", vociferó. "Lo siento, la comida es para sobrevivir, la flor para vivir", le respondió. Debe ser que soportar estas temperaturas en la calle hace ver la vida de otra manera.

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