Constantino Gañán Medina era un pequeño burgués sevillano hasta que ganó un premio de la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría que le permitió cambiar, tan joven, los cielos de Sevilla por una escuela en Frankfurt, no tanto por su determinación de no dar marcha atrás en el arte como por una novia alemana que lo esperaba allí. Cuando quiso pedir una beca para continuar estudiando el siguiente cuatrimestre, su madre lo telefoneó llorando por el mismo motivo que le habían explicado en la secretaría: era un prófugo español por haberse marchado de su país siendo un objetor de conciencia que se saltó la mili.
En rigor, lo ha seguido siendo desde entonces, cuando volvió a su ciudad natal llamándose Nino a secas, se puso a las órdenes del escultor Miñarro y terminó una tesis doctoral que publicó la propia Universidad de Sevilla después de concederle el premio extraordinario. El libro, una auténtica referencia mundial que acabó utilizándose en Nueva Zelanda o Canadá, se tituló Técnicas y evolución de la imaginería polícroma en Sevilla. Y Nino, que habría de gozar unas cuantas metamorfosis más a lo largo de su vida, se convirtió en el profesor más joven de la Facultad de Bellas Artes de Sevilla con apenas 24 años.
Con su plaza asegurada en la docencia y su espíritu flotando en el dibujo que le apasionaba tanto, Nino Gañán dejó que la vida le fuera llevando en volandas, bamboleado por el amor, el desamor y el puro gusto de vivir a las órdenes de esa línea infinita de grafito que él fue trazando sobre el papel y que de súbito le permitió dar el salto a la tercera dimensión de la escultura. De hecho, no tardó en hacerse maestro de escultura en la facultad sevillana y en apasionarse por la solidez que esta disciplina le confería a lo que él imaginaba, dibujaba y luego moldeaba con esa contundencia del realismo tangible que tanto caracteriza a lo español. “Llegó un momento en que yo mismo descubrí que lo que me gustaba de veras eran las personas, los retratos y los bichos”, dice ahora en medio de una de esas carcajadas que lo caracterizan como un intelectual que no se las da de nada, ni dentro ni fuera de las aulas. “Cuando un alumno llega tarde, no soy de los que le echo la bronca, sino que le pregunto si por lo menos ha traído churros”.
Retratista
Analógico por convicción y con más entusiasmo por las redes que atrapan gustosamente o comprometen que por las llamadas sociales, usa sin embargo internet para asomarse a las figuras en movimiento que él se ha aficionado a retratar ahora en bustos de lo más variado: desde el Rey de España hasta el genial Bambino de Utrera, cualquier personaje de la farándula recobra vida en sus manos desde que él decide recrearlo en terracota, barro, cera, cerámica o bronce. Estos días está cociendo en el horno a su admirada María Jiménez, a la que se identifica enseguida por su particularísima boca. Sobre la estantería, se seca ya la segunda versión de Angelina Jolie, a la que ha decidido colocarle unas cuantas sierpes en la cabeza. “Tengo más versiones, y luego las rompo todas y me quedo con la mejor”, dice él mientras va metiendo sus pulgares en el barro del torno, en busca del matiz clave y diferenciador por el que, de súbito, un busto cualquiera empieza a adquirir una personalidad reconocible. “Hablar del soporte material es siempre interesante porque es la cocina nuestra”, sostiene.
Sobre una de las estanterías, nos mira Juan Peña El Lebrijano, compañero inesperado de Diego El Cigala o de Rosalía. Para él no son necesariamente ejemplos morales, sino rostros que caracterizan a una época, que es lo que le pasa al arte en sí, “que es el reflejo de una época y unas circunstancias concretas”, dice, y añade una reflexión muy en consonancia con su carácter y su visión del arte como una combinación de creatividad concreta y mercado: “Los artistas nos creemos muchas veces creadores o genios, pero en realidad no somos más que filtros. Somos hijos de unas circunstancias, nada más, y luego queda lo que tenga que quedar”.
El galguero que tuvo un caimán
Nino Gañán, como San Pablo, se ha caído del caballo muchas veces, o se ha dejado caer, por seguir aprendiendo. A comienzos de este siglo cambió un perrito de ciudad que paseaba con su cadenita por un galgo de campo, y un domingo, observándolo en libertad por el parque del Alamillo, “vi que se fue directamente al estanque, cazó un pato y me lo trajo”, cuenta casi con la misma expresividad que es capaz de encerrar con dos trazos de lápiz sobre una lámina. “Enseguida me rodearon unos cuantos niños llorando y me llamaron matapatos”, recuerda ahora con una sonrisa irónica. “Tiré el pato a una papelera y me salí de allí con el galgo y la cabeza baja”. Sin embargo, volvió a aprender sobre el instinto, la naturaleza y la hipocresía. “La gente de ciudad no se entera de nada”, denuncia él, que era de ellos y que un buen día no solo se hizo amigos de los galgueros de Carmona que salen a echar unas liebres por el campo, sino que se compró una casa en El Trobal, una de las pedanías marismeñas de Los Palacios y Villafranca, y se fue a vivir allí.
Desde entonces, aunque últimamente pasa más tiempo en su estudio de la nueva casa que tiene en Los Palacios, denuncia indignado el exterminio que la sociedad urbana está haciendo de la verdad del campo. “Estamos cambiando el campo por una fábrica, y ya no hay ni liebres que cazar ni pájaros en los nidos”, insiste, mientras enseña la cantidad de galgos que ha creado últimamente con sus propias manos más allá de los dos de verdad que sigue sacando al campo cada vez que puede. Tiene galgos y podencos dibujados, pintados, construidos con una impresora de tres dimensiones, esculpidos en barro, en bronce y en su propio corazón, que es donde se mira trascendente para cazarlos al vuelo, es decir en el aire, y congelarlos como metáfora de la vida en movimiento que viene siempre de algo y va hacia otro algo aunque tantas veces no sepa qué. Es lo que le ocurre a ese toro de dos cabezas cornudas que tiran cada cual hacia un lado: la derecha o la izquierda que oran y embisten cuando se dignan usar de la cabeza, que escribió Antonio Machado. “Esto es España”, sentencia él poniendo la mano sobre el lomo común del mismo astado con dos cabezas.
Sobre su afición a los animales –tanta que lo han calificado ya como escultor animalista-, recuerda su época con el cocodrilo. Lo compró en el Continente –antiguo Carrefour- “con su certificado de que había nacido en cautividad y que se podía tener legalmente”, evoca con una sonrisa creciente que se hace, como una ola, carcajada pilla. Fue una época en la que Miñarro, que tenía serpientes, se turnaba durante el verano con él para cuidarse mutuamente las fieras. Y un buen día en el que Miñarro llegó a su casa para darle una vuelta al caimán, el perrito que traía empezó a ladrar porque olfateó lo que había pasado: que el reptil, ya enorme, se había escapado de la cabina de cristal donde Nino lo había dejado. “El caimán se metió debajo de la cómoda de la entrada y Miñarro tuvo que tirarle de la cola, echarle por encima una manta y devolverlo como pudo a la cabina”. En otra ocasión, Nino trató de curarle una herida con betadine el caimán, pero este dio un gran coletazo. “Yo solo recuerdo que cerré los ojos y me quedé con el algodoncito en la mano”, dice ahora, muchos años después de que decidiera donar el caimán a un zoológico de Cártama, convencido por fin de que “es mejor no adoptar especies invasoras”, porque durante mucho tiempo estuvo pintando la mancha de la pared y volvía a salir. “Hasta picamos la pared y la volvimos a enfoscar y salió de nuevo la mancha del betadine”, cuenta divertido mientras enseña, igual de travieso, una escultura de un mono con un niño dentro de su boca.
En busca de modelos
Nino no cambiaría ya Los Palacios y el campo por la ciudad, pero sí echa de menos encontrar modelos para que le posen. “Aquí es muy difícil que alguien te pose; hay como una vergüenza tonta y, aunque ya le tengo el ojo echado a varias chicas, no se deciden”. Es la diferencia con sus años de estudiante y de profesor en una facultad, la de antes, donde nadie contaba las horas. “Ahora todo ha cambiado mucho”, se queja, sobre todo porque es difícil compatibilizar su labor docente con su labor artística. “Se meten en todo y no te dejan”, dice, refiriéndose a la Administración, “así que yo he decidido no hacer nada más que lo que me da la gana y lo que, a veces, me encargan”. Al menos goza de la libertad del arte por el arte y de crear porque el cuerpo y el alma se lo piden a diario. Gañán es el autor de la escultura a Antonio Puerta en la Ciudad Deportiva del Sevilla Fútbol Club. Y, desde hace un par de años, del monumento con que Utrera homenajeó al futbolista José Antonio Reyes.
“La vida es el dibujo”, señala él, reflexivo. “Nuestra vida está dibujada, yo no la entendería sin dibujar todos los días”, sostiene, y no se refiere solo al lápiz, sino también al barro, porque la escultura para Nino es una especie de continuación de lo que se plasma en un papel…
Feminista con los cinco sentidos
Desde el principio, Nino Gañán es muy de adoptar líneas temáticas, y una de ellas es el compromiso con la mujer. En su estudio conserva todavía aquella exposición titulada “Cautivas”, con propuesta de mujeres de todas las culturas al servicio de sus sociedades o de sus hombres. “A mí siempre me llamó la atención que a una Virgen dolorosa, por ejemplo, la llamaran guapa”, dice, y se pregunta: “¿Cómo va a estar guapa si está llorando?”. Por esa línea ha llegado a focalizar a otras muchas figuras femeninas, cada cual en su dolor, hasta desembocar en la violencia de género y en la injusticia de las guerras. “No se me quita de la cabeza lo que está pasando en Gaza”, dice muy serio, tremendamente serio, mientras enseña un recipiente con restos de cabezas de barro, de mujeres y niños en convivencia con otros restos también de barro y que recuerdan a un cementerio, a una fosa común, a la dolorosa metáfora del Guernica de Picasso.
Entre Velázquez y Goya, se queda con este último por su mirada y su mensaje. Y, en medio, con Murillo, que era “un pintor socialista porque tenía ese punto de los pintores que pintan santos pero están pintando algo más que santos”, asegura, recordando a aquellos niños pobres comiendo uvas y el calorcito sevillano y su olor a ajo de la época perfectamente retratada.
Precisamente él no ha creado muchos santos ni vírgenes, “y por eso estoy donde estoy”, dice con un gesto un tanto resignado, y luego añade, satisfecho: “Es decir, completamente libre, porque no pertenezco a ningún club, de ningún tipo”. Entonces oye los ladridos de los galgos en el corral y, paralelamente, la enésima noticia en la radio sobre el genocidio de Gaza. Y, aunque Nino no dice nada, uno imagina qué haría él si pudiera echar a correr a los 101 galgos de toda su obra, como si fueran dálmatas.
