El sevillano Antonio Luna, que va ya para octogenario aunque no lo aparente ni por imagen ni por ímpetu en sus iniciativas, tuvo a su tercer hijo, David, el mismo año que nuestro país estrenó su actual Constitución. El chico nació con Síndrome de Down y ni él y ni su esposa, la extremeña de Llerena Paulina del Barco, se amilanaron con la sorpresa, sino que en seguida buscaron el calor de otros padres en situaciones parecidas y se empeñaron en reivindicar los derechos que estos chicos debían tener para integrarse en la sociedad, aunque en aquella época –no tan lejana- la mayoría de los discapacitados intelectuales estuviesen acostumbrados a vivir escondidos. Los padres que, hoy por hoy, estrenan experiencias en los centros de atención temprana podrán pensar que pueden hacerse una idea de aquellas dificultades, pero no es cierto, porque el mundo de 1978 era otro mundo.
“Era todo muchísimo más difícil”, asegura la madre de David mientras este la escucha con atención y de vez en cuando requiere un achuchón por su parte. Antonio Luna, al otro lado, sostiene una seriedad que, en realidad, es un ejercicio de evocación dolorosa y a la vez orgullosa de todo el camino recorrido: casi medio siglo de lucha contra las administraciones ciegas, contra el vecindario poco empático, contra los tópicos, contra el rechazo, contra el miedo, contra la desesperanza para empezar de nuevo.
Su propia vida dio un giro tan radical a partir de entonces que él mismo pudo considerar que empezaba de nuevo, como en otro mundo en el que no estaban puestas ni las bases de todo ese conglomerado de valores que hoy flotan con facilidad y hasta con colores amables en el aire de todos: la igualdad, la integración, la promoción, la inclusión, el apoyo o la participación.
“Nada de aquello existía”, corrobora Antonio, mirando el mundo por encima de sus gafas. Lo dice mientras recuerda sus primeros pasos para exigir atención temprana para su niño, para fundar una asociación, Aspanri, que todavía existe aunque entonces respondiese a un difícil conglomerado que, 46 años después, no se saben ni los socios: Asociación Andaluza de Padres y Madres para la Integración, Normalización y Promoción de las Personas con Discapacidad Intelectual y Síndrome de Down.
Demasiadas palabras para, al fin y al cabo, formar una gran familia. Antonio y su esposa se asociaron entonces a tres o cuatro familias más -“cuando la fuerza del asociacionismo era mucho mayor que ahora”, interviene para subrayar Paulina-, contrataron a un trabajador y se afanaron en buscar, sobre todo a partir de los años 80, subvenciones de toda institución que empezase a latir. Y si primero alquilaron una sede en Santa Justa, más tarde ampliaron recursos con un centro ocupacional y de día en Sevilla Este.
Al comienzo de la década siguiente, Aspanri prestaba ya servicios para la rehabilitación, la educación y la formación laboral, y empezó a contar con una cartera de servicios que alivió a tantas familias que se sentían perdidas: atención psicopedagógica, orientación e inserción laboral, ocio y hasta un centro especial de empleo, aunque para consolidar esto último hubo que esperar al cambio de siglo y a que Antonio, que era un lince a todas horas porque sus propias necesidades lo espolearon siempre a la búsqueda de oportunidades, consiguió que Telefónica, donde él mismo trabajaba, le cediese a Aspanri, mediante convenio temporal, un enorme local que la Asociación Telefónica para el Apoyo Mutuo entre familias con miembros discapacitados (ATAM) tenía en Mairena del Aljarafe.
A flor de piel
Ahí siguen las instalaciones cedidas, pero después de años de esfuerzo para convertirlas en unos viveros de plantas y flores capaces de integrar laboralmente a siete hijos de socios, los cuales fueron creciendo hasta rozar el medio millar. También los trabajadores fueron creciendo con el tiempo, recuerda hoy la directora general de Aspanri, Amelia Mateos, quien empezó con ellos de prácticas cuando estaba a punto de terminar la carrera de Educación Especial y hoy es quien contabiliza, oralmente y por escrito, que Aspanri cuenta con 80 empleados. Antonio Luna oye la cantidad de contratados y alza las cejas, porque a pesar de que la junta directiva de Aspanri no da un paso sin que lo sepa él, le cuesta deglutir las mieles de tanta evolución, y que todo empezara por su hijo y los hijos de unos cuantos amigos.
Los viveros se fundaron en el año 2010, pero casi una década antes ya existía el servicio de catering, que fue el primer proyecto que a Aspanri se le ocurrió para que si el mercado laboral no tenía sitio para sus niños, sus niños iban a construir oportunidades para fabricarse a su medida un mercado laboral. Actualmente sigue siendo el catering la actividad con más demanda entre ellos mismos cada vez que se tercia una boda de pequeñas dimensiones, una graduación, una Primera Comunión, fiestas privadas o de cumpleaños o cualquier sarao de instituciones comprometidas con la causa, como la Junta de Andalucía o Emasesa, hasta el punto de solicitar con gusto los servicios de estos campeones de quienes las reseñas siempre positivas hablan por sí solas.
La asociación ya contaba –y sigue haciéndolo- con cursos de orientación para el empleo, con talleres de todo tipo y hasta con cursos para optar a plazas de funcionarios como auxiliares de administrativo con temario adaptado. Además, también promociona el empleo con apoyo cada vez que uno de los socios consigue convertirse en reponedor o en conserje. Nadie nace sabiendo.
Pero está claro que nada como jugar en casa para ganar confianza. Y ahí tienen un papel fundamental no solo el catering o el vivero de Mairena, sino incluso el Mesón Campeones que la asociación adquirió en el año 2019 y donde trabaja casi otra decena de compañeros que responden al mismo título de aquella película dirigida por Javier Fesser en 2018 y que le valió un Goya al mejor actor revelación a Jesús Vidal. El cartel de la película ocupa un lugar destacado dentro del restaurante, claro, y encima de él, otro cartel de cinematográfico por un corto que protagonizó David Luna bajo la dirección de un estudiante de Comunicación Audiovisual que reclamó actores en Aspanri.
Sabor de amor
Los camareros del Mesón Campeones, en la calle José Luis de Casso, frente al estadio del Sevilla Fútbol Club, en pleno Nervión, se reparten las tareas nada más entrar cada jueves a la atardecida, porque el restaurante –que sigue pagando la asociación con una hipoteca- abre solo para las cenas de los jueves, los viernes y sábados completos y hasta el almuerzo de los domingos. Como en el vivero de Mairena, hay quienes echan 18 horas a la semana o algunas más, pero verlos trabajar es atravesar esa fina película que a veces nos vendría a todos fenomenal para mandar bien lejos esta costumbre mal anclada del estrés.
Además de los camareros, tan campeones, están las técnicas, Corona y Sole, unos encantos de profesionales que están convencidas de que han encontrado “el trabajo de nuestras vidas”. “No me cambio”, dice Corona, vasca de origen y sevillanísima mientras pela papas sin que se le desbarate la sonrisa. La de su compañera Sole es todavía más permanente mientras lava otras verduras y explica que “estamos adelantando para mañana”, por el viernes, mientras los camareros se distribuyen en sus posiciones antes de que entre la clientela, tan variopinta: Fede es vecino del bar, y suele sentarse siempre en el mismo sitio de la barra, pedir lo mismo y gastarle a Antonio Montero, el campeón que atiende en barra, las mismas bromas, porque a este también le gusta recordar, recurrentemente, su capacidad de convertir en cliente a cualquiera que pase por la puerta, incluso a un autobús de chinos a los que cierto día convenció para que entraran y se les preparó un bocadillo a cada uno porque llevaban prisa.
Remedios, otra campeona, sonríe cuando Montero refiere la anécdota, y Fernando, por su parte, prefiere contar las suyas, con su puntito de rebeldía en cierta fiesta navideña a la que acudieron todos y de la que hay pruebas fotográficas en una vitrina a la que van y vienen para presumir también de trofeos. Pepe, por otro lado, hace el gesto de la victoria cuando se le pregunta qué es lo que mejor se le da en su trabajo y contesta, sin dudarlo, que cobrarles a los clientes, porque “ya manejo la máquina de las tarjetas de crédito”. En cambio, le huye al fregado, un rincón que prefiere Montero en los días en que no está para nadie. “Es el menos besucón de todos nosotros”, advierte Corona, sonriente, “pero si un día no le doy un beso ya está echándolo de menos”.
Todos cambian su actitud cuando aparecen los primeros clientes. Se dispersan estratégicos, uno los acompaña a la mesa, otro se queda con la copla de qué número de mesa es para que, desde cocina, todos los pedidos se coloquen en el espacio con la misma cifra para que todos asocien ese número a la mesa destinataria. Hace poco, cuentan, estuvo por aquí una famosa influencer y, al día siguiente, “todo el mundo pedía lo mismo que ella”, asegura Sole, “pero es que esto se llenó”, dice admirado Fernando, “incluso los dos salones”. Los comentarios en Tripadvisor son casi todos excelentes, y no solo por el personal, sino por la esencia gastronómica de lo que significa un mesón. De súbito, aparece una pareja de portugueses, y los chicos los atienden tan estupendamente como si manejaran el español. Ellos o los portugueses, pero qué va, es que aquí el lenguaje más universal es otro.
Para el próximo 28 de noviembre están preparando, en uno de los salones, un mercadillo de todo tipo de productos artesanales y seguro que ese día, como pasa cuando hay fútbol en el estadio sevillista de enfrente, se llena hasta la bola.
Lo importante es sembrar
Lo saben bien Francisco López y María Dolores Rodríguez, los padres de Sergio, el trabajador más experimentado del vivero de Mairena. Socios fundadores de Aspanri, han vivido, como Antonio Luna, todo el periplo de una asociación que se ha hecho grande a sí misma gracias a la gestión de tanta solidaridad. Como en el mesón, también en el vivero aspiran a no perder dinero. La principal ganancia es que los chicos puedan trabajar, como lo hacen, con tanta profesionalidad que le aseguran a su clientela que “nuestros precios son muy competitivos” e incluso se atreven a retarlos para que comparen en otros sitios.
La mayoría de ellos percibe una nómina mensual de entre 800 y 900 euros. Tienen turnos y la responsabilidad de tener que cambiarlos con algún que otro compañero si surge un compromiso, como le suele pasar a Antonio Abad, el más joven de todos, con 32 años, cuando sale “mi Trinidad”. Álvaro, más tranquilo, se pasea por los expositores de plantas de interior en busca de algunas hojas en mal estado, pero no encuentra ninguna. “En el suelo del vivero se puede hasta comer, de lo limpio que está”, asegura el padre de José Antonio Montoro, que viene a por su hijo y también sonríe, agradecido “con que tenga aquí un rato esparcimiento y obligaciones para no tenerlo todo el día en casa”.
Amelia Mateos, tan apañada como un jarrillo de lata, “que diría mi padre”, sonríe, se divide con gusto para gestionar asuntos administrativos en el mesón o en el vivero, indistintamente, aunque aquí también cuenta con el apoyo de una técnica, Maricruz González, que también estuvo una temporada, abandonó y luego regresó, convencida “de que no he tenido una experiencia laboral mejor en mi vida que trabajar con estos chicos”, asegura, y al momento cambia el gesto porque Antonio Abad, tan sevillista como para llevar de rojo los cordones de sus botas, le afea que el logo de su jersey sea verde, como el equipo contrario. Las disputas futboleras los mantienen encendidos, pero no pierden su prestancia de profesionales cuando llega un cliente y les pregunta por estas esparragueras, por aquellos potos que cuelgan o por esos crisantemos.
“Cuando se pone esto bonito de verdad es ahora, cuando vengan las Poisentias”, asegura la madre de Álvaro, a la que le divierte el cúmulo de flores de pascua donde ahora están posando para una foto todos juntos, primeros ellos solos y luego con las familias, escoltados por productos químicos, fitosanitarios y todo tipo de herramientas para el jardín.
El compañerismo entre todos, que no existen puñaladas traperas entre ellos, se aprecia en el aire que respiran todos, inundado de tantas sonrisas que cuando Montero sugiere que hoy es probable que vengan los ingleses, todos miran interesados porque la última vez que lo hicieron dejaron casi veinte euros de propina para cada uno. La vida está por las nubes, dice con un gesto característico uno de ellos, y Antonio Luna, que está bromeando con Amelia sobre la posibilidad de que él los jubile a todos, asiente comprensivo, y hechizado por el milagro de que, tantos años después, él pueda disfrutar de una copa de vino mientras los compañeros de su hijo le traen una ración de jamón y unas cuantas servilletas. Ya está Pepe pendiente de la cuenta, porque aquí no se escapa nadie sin pagar, pues los precios, insisten ellos también, “son competitivos”.
