Es mediodía. El sol reluce y en El Palmar se circula con dificultad. El viento, de Levante, sopla con una fuerza de unos 40 kilómetros por hora. El dato es importante. Y el culpable de que no sea tan fácil encontrar aparcamiento. El hueco donde se queda el coche, encontrado por casualidad tras dejarlo otro vehículo, está cerca de una escuela de surf. Homies se llama. Su dueño, Alejo, lleva unos dos años y medio al frente del negocio. “Me va bien socialmente, pero comercialmente no es el mejor sitio”, confiesa.

Está cerca de Torrenueva, la que se encuentra en el centro de la playa. Viste sudadera gris, pantalones oscuros, gorra color albero y deportivas de marca surfera. A su lado está su pareja y su hijo pequeño, apoyado en la barandilla de madera del porche del establecimiento, construido de este material. Fuera tiene tablas de surf que alquila, dentro todo el material que se pueda imaginar para practicar este deporte y también skate, y en un lateral, una U, una rampa con la forma de esta letra que usan él y sus clientes. No tarda en llegar uno. “En invierno el material térmico funciona bien”, explica Alejo, que, como todo autónomo, está “frito” a impuestos.

Pero le pudo el corazón. Él, que se dedicaba a la fotografía, al diseño gráfico y a la edición audiovisual, asegura que le iba mejor antes de dedicarse enteramente a su pasión. Aunque sigue haciendo trabajos –“diseño material técnico para China”, dice–, tiene enfocados sus esfuerzos a la tienda, en la que ha hecho una gran inversión. “Nada más la rampa costó 20.000 euros”, añade, y explica: “Vino un austriaco a hacerla”. Por ella se deslizan sus clientes y amigos. “La hicimos para nosotros”, confiesa, antes de montarse en su patín.

Antes de 1975 había 120 viviendas en El Palmar. Ahora, cada año se construyen unas 40 

La de Alejo es de las pocas escuelas y tiendas de surf que se mantienen abiertas todo el año. En verano llegan a ser más de 30, en invierno sobreviven unas cinco o seis. Una de ellas es Kotadalu, la primera, donde precisamente trabajó Alejo durante cinco años antes de iniciar su propio negocio. “En Semana Santa o en el puente de diciembre, si hay buenas olas, esto está petado”, dice antes de dejarlo en la puerta de la tienda, patín en mano. El pionero, el primer negocio relacionado con el surf que se instaló en El Palmar hace ya más de una década, Kotadalu, es propiedad de un francés.

Vicen Lamaison, en una de sus visitas a la provincia para practicar su deporte favorito –el surf, claro–, decidió dejarlo todo y fundar la que es una de las mejores escuelas de Andalucía. “Se enamoró del cielo”, cuenta quien lo conoce. Vendió un restaurante que tenía en Francia y abrió el negocio, primero como cafetería, y luego mutó a tienda y escuela de surf. “Fue un visionario”, dice Dori, dependienta de Kotadalu. “Y sigue siéndolo”, añade. Ella, que lleva más de cinco años trabajando en El Palmar, ha visto la espectacular progresión de visitantes de la playa en el último lustro. “No tiene nada que ver 2010 a lo que hay ahora”, dice. Cuenta que su pareja es oriunda de la zona y que “los vecinos de El Palmar alucinan”.

No es para menos. Allí apenas hay censadas 700 personas. En verano la población se llega a triplicar, algo impensable hace unos años. “Esto va a ser como Tarifa… explotará”, vaticina Dori. Mientras ese momento llega –si se cumplen los peores presagios–, ella disfruta de su trabajo. Cuenta que es abogada, y que de vez en cuando tiene un pleito en alguna localidad cercana y vuelve rápidamente a El Palmar. “Si estoy aquí es porque me gusta. He trabajado en bancos… Yo no estaría en una tienda en Sevilla, pero aquí sí, estoy frente a la playa”, dice sonriente. “Siempre hay gente en invierno”, asegura, “y cada vez más guiris”.

La mañana es soleada. Conforme pasan las horas la playa está cada vez más concurrida. No sólo de surfistas, también de grupos de jóvenes que pasean por la orilla, está el que aprovecha para pasear al perro, quien juega con los pequeños de la casa en la arena. “¡Vamos niñoooo!”, grita una madre a la que se le queda el hijo detrás, jugando con un balón. Cerca pasa Mico, un perro de agua, de color canela. Corretea por la arena alrededor de las tres jóvenes con las que viene. Una argentina, una sevillana y una francesa.

Es ésta última la que entona uno de los himnos de los garrapateros: “Yo me levanto temprano y me pongo a trabajar / con mi guitarra en la mano yo nunca paro de cantar / a mí me llaman el descalzo porque en invierno uso chanclas…”, se arranca, ukelele en mano. “Los andaluces nacemos donde queremos”, suelta casi con acento gaditano afrancesado. Su amiga, que la acompaña con los bongos, cuenta que la playa está sufriendo “una involución”. “En verano no se puede estar”. Por eso ya frecuentan otras, como Bolonia. “A ver si echamos a la gente cantando…”, dice entre risas.

Arriba, a pocos metros de donde siguen resonando, de lejos, los sones de canciones de Los Delinqüentes, hay un parking, uno de los pocos reglados con los que cuenta la playa, cerca del restaurante La Torre. Los terrenos llevan unos 80 años en manos de la misma familia. Antes, donde ahora se sirven platos gourmet y vinos de la tierra, había un cuartel de la Guardia Civil. Un joven, familia política del dueño, vigila la entrada de vehículos. Sale de la garita, donde hay un televisor y un pequeño sofá, para dar al que quiere aparcar su correspondiente ticket. El parking sólo funcionaba en verano, ahora ya lo hace los fines de semana del resto del año y durante los festivos, días de máxima afluencia. “Lo quiero agrandar”, cuenta Diego, el propietario, viendo el filón en el que se ha convertido en los últimos años y el crecimiento que ha experimentado desde que lo regenta, hace casi una década.

En verano hay más de 30 escuelas de surf. La primera la fundó un francés que "se enamoró" de la playa

El Palmar se ha puesto de moda. Es innegable. Ya no sólo suena con fuerza en boca de los amantes del surf, que vieron en esta playa un lugar ideal para coger algunas olas, sino que es la primera opción de muchos veraneantes que no dudan en hacer los kilómetros que hagan falta para disfrutar de su sol, su arena y su agua. “El agua está buenísima”, dice una joven que, junto a tres amigas, viene en coche desde Madrid. Las cuatro descansan junto al vehículo mientras reponen fuerzas para seguir surfeando. Descubrieron El Palmar unos meses atrás y no dudan en recorrer los casi 700 kilómetros que separan sus casas de esta playa. “El norte es peor para surfear”, dicen. Prefieren Cádiz, la California del sur. “Los neoprenos ya los tenemos, nos falta la tabla”, apuntan, que alquilan sobre el terreno.

La geografía de la zona ha cambiado. Ahora es raro andar más de 50 metros sin encontrar algún negocio, llámese chiringuito, tienda, escuela de surf, restaurante o quiosco. Los que llevan años frecuentando El Palmar aún lo recuerdan como la playa semi-virgen que apenas contaba con alguna venta donde comer y algún apartamento donde poder alojarse. Pero hay cosas que no cambian. La playa sigue sin suministro de agua potable. Se sigue usando agua de pozo, que no es apta para el consumo. En los 70 se utilizaba para los cultivos, que cada vez son menos. Las parcelas aledañas a la playa, que se han ido multiplicando con el paso del tiempo, se usan como segunda residencia y para alojar turistas, principalmente.

Antes de 1975 había 120 viviendas en El Palmar. Entre ese año y los doce siguientes, se construyeron una media de quince anuales –unas 180–. Hasta 1993 se hicieron otras 200. Ahora, cada año se construyen unas 40 casas. “Es imposible conocer el tipo de edificación y el número total verdadero debido a la carencia de licencia y al fenómeno de construcción tan desigual”, apunta Antonia María Sánchez Daza, una vecina de la zona, graduada en Turismo, que recoge estos datos en un trabajo sobre “potencialidades, conflictos y visión de los agentes implicados” del turismo en El Palmar. “La rapidez del proceso se caracterizó por la ausencia de cobertura legal (registral y urbanística) y la aparición de un nuevo tipo de mercado de suelo (segunda residencia)”, sostiene Sánchez Daza.

Pero el paraíso turístico en el que se ha convertido El Palmar puede sufrir un cambio sustancial si se logra sacar adelante el proyecto que pretende construir un hotel. Concretamente en la zona de Malcucaña. Estaría funcionando hace años si no fuera por la irrupción de la burbuja inmobiliaria, que acabó echando para atrás a los promotores iniciales. En la zona, muchos ni quieren oír hablar del hotel –que en realidad serían dos–, con capacidad para 1.300 personas, y que crearía 300 puestos de trabajo.

Ahí basan su defensa en el proyecto los dos últimos alcaldes de Vejer, primero el socialista Antonio Verdú, y luego el popular José Ortiz. “Queremos reordenar El Palmar”, dice éste último, siempre, asegura, “con el consenso vecinal”. El objetivo es parar las construcciones ilegales que se van propagando sin control. “En El Palmar se ha empezado por el tejado en vez de por los cimientos, es decir, que donde debería de haber un aparcamiento hay viviendas y donde debería de haber amplios caminos hay vallas de personas que han ocupado una zona del camino”, sostiene Ortiz, en una entrevista incluida en el informe de Sánchez Daza.

José Ortiz, alcalde de Vejer: "En El Palmar se ha empezado por el tejado en vez de por los cimientos"

Pero el proyecto, que lleva coleando desde 2001, está ahora mismo paralizado, para alivio de vecinos y amantes del surf. La empresa Riera Marsá, que estimó una inversión de 88 millones de euros para sacarlo adelante, terminó renunciando y luego entró en concurso de acreedores. La tregua se puede ver interrumpida si el nuevo promotor, el grupo GMT, logra la financiación necesaria. El Plan de Protección del Corredor del Litoral aprobado por el Gobierno andaluz deja fuera a los terrenos de Malcucaña. En Valdevaqueros se evitó levantar un proyecto similar. ¿Qué pasará aquí? La plataforma ‘Salvemos El Palmar’ permanece atenta por si tiene que volver a sacar las pancartas a la calle.

“No pienso nunca en el futuro porque llega muy pronto”, decía Albert Einstein. Los vecinos y visitantes de El Palmar también prefieren concentrarse en el presente. El que esperan que nunca cambie. Mientras se define el porvenir de una de las mejores playas semi-vírgenes del país, el niño sigue jugando a la pelota, la francesa continúa cantando por Los Delinqüentes y Alejo patina junto a su tienda esperando que llegue algún cliente. La tarde va cayendo. Apenas quedan 40 minutos de sol pero el agua sigue acogiendo a surfistas, y a algún que otro valiente bañista, que quieren apurar hasta el final. Es lo que más valora quien viene de más lejos: la luz. La misma que enamoró a Vicen Lamaison, el francés que no quiso volver a su restaurante e instaló el primer negocio de surf en El Palmar. A la vuelta en coche, como de costumbre, toca aguantar retenciones. Es el precio que hay que pagar por visitar una de las playas más de moda de la provincia.

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Francisco Romero

Licenciado en Periodismo por la Universidad de Sevilla. Antes de terminar la carrera, empecé mi trayectoria, primero como becario y luego en plantilla, en Diario de Jerez. Con 25 años participé en la fundación de un periódico, El Independiente de Cádiz, que a pesar de su corta trayectoria obtuvo el Premio Andalucía de Periodismo en 2014 por la gran calidad de su suplemento dominical. Desde 2014 escribo en lavozdelsur.es, un periódico digital andaluz del que formé parte de su fundación, en el que ahora ejerzo de subdirector. En 2019 obtuve una mención especial del Premio Cádiz de Periodismo, y en 2023 un accésit del Premio Nacional de Periodismo Juan Andrés García de la Asociación de la Prensa de Jerez.

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