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Ultramarinos Bejarano, en la céntrica calle Unión desde 1917, cerrará sus puertas el 31 de diciembre. El motivo, la negativa del arrendador a renovarle el contrato al propietario de la tienda, que, así y todo, espera encontrar otro local en el centro para poder seguir con el negocio.

Habrán pasado por delante cientos de veces, y siempre les habrá venido ese especial olor a manzanilla, poleo o tomillo. Seguramente se hayan parado a ver las cestas y canastas que se acumulan en su puerta, o detenido sólo por respirar unos segundos ese agradable olor a especias. Quizás sean clientes habituales, o a lo mejor lo eran sus padres, o sus abuelos. Y también es posible que no haya entrado nunca y sólo haya asomado la nariz para curiosear el género o disfrutar de las singularidades de uno de los comercios con más solera de Jerez, posiblemente el único que ha permanecido abierto desde hace casi un siglo.

Ubicado en la céntrica calle Unión, en medio del el ajetreo que siempre hay en esa pequeña calle entre medias del Teatro Villamarta y el mercado de abastos, en Ultramarinos Bejarano parece que se detuvo el tiempo allá por 1917, cuando abrió sus puertas. Su actual propietario, Cristóbal Bejarano Peñalver, aguarda en la puerta a la espera de que llegue algún cliente en lo que es una mañana lluviosa de finales de noviembre. No nos espera, porque no habíamos concretado nada con él, pero cuando le comentamos el motivo de la visita nos recibe calurosamente y nos invita a pasar a su pequeño negocio de apenas 20 metros cuadrados.

Cestas, canastas y aperos se acumulan en el interior del local, ya que, debido a la lluvia, Cristóbal no ha podido sacarlos a la calle. El aroma a especias se incrementa y llena toda la estancia. Manojos de poleo, manzanilla y tomillo cuelgan del techo. Vemos también alguna que otra cesta pequeña, así como mazorcas de maíz. Sacos de legumbres en el suelo. Un cartel anunciando jamón de caballo. Soplaores colgando de una estantería llena de cajas. Botellas de vino, coñac y anís. Tarros con canela, pimienta de Jamaica, cardamomo, jengibre, comino, matalauva, así hasta 40 especias diferentes, según Cristóbal.Más cosas. Vemos bastones de madera, damajuanas, catavinos. Cuadros varios, como el de un Rafael de Paula aún adolescente. Otro en el que aparecen Terremoto, El Mono y Ana Parrilla. Una pintura de Camarón. También divisamos al Cristo de la Expiración, al Señor de las Tres Caídas y a la Virgen de la Merced. Una foto antigua de una señora. “Mi bisabuela Catalina”, nos explica Cristóbal, junto a un reloj de principios del pasado siglo que trajo su abuelo, hecho en Corea, de esos que necesitan darse cuerda con una llave. Un almanaque. Un peso antiguo con una figura de Buda encima. Un plato de Lady Diana y Carlos de Inglaterra, conmemorativo de su boda. “Lo trajo un día una clienta inglesa”. Una radio de hace 100 años. Tres botas, con vino de la desaparecida bodega Marqués de Misa, que guardan oloroso, amontillado y Pedro Ximénez de más de 90 años. “Eso no lo vendo. Es sólo para las amistades”.

Seguimos curioseando. Hay una carta enmarcada, de la casa Real, de agradecimiento firmada por el secretario del Rey. “El año pasado, cuando vino el Príncipe –hoy Felipe VI- al Villamarta, le entregué a uno de sus guardaespaldas una foto, que tenía mi padre, en la que salía su bisabuela paterna, la reina Victoria Eugenia, con él en brazos. Recibí la carta dándome las gracias por el detalle”.

Por último, otras tres fotos, estas más especiales. Una, cerca de la puerta, del día de la boda de Cristóbal. Otra, detrás de la barra, de hace 50 años, en la que aparece con su padre, ya fallecido, y su madre, que cuenta hoy día con 98 años. Y una última, de su hija Marina, posando en lo que podría parecer la carátula de un disco. Y un cartel, colgado, que reza: “en Dios podemos tener confianza, pero todos los demás, que paguen al contado”. Algo que Cristóbal habrá aprendido después de que hace años un amigo le dejara un pufo de 800 euros que aún hoy sigue esperando a que se lo pague.

Todo esto será historia el 31 de diciembre. Después de casi un siglo de vida, el histórico negocio cerrará sus puertas. El propietario del local, que también lo es de todos los de esa acera de una punta a otra de la calle Unión, pretende ampliar el salón de juegos, vecino del ultramarinos. Todos los antiguos negocios han cerrado sus puertas y Cristóbal es el único que queda por salir.“Ayer vino uno que se enteró que me iba y me dijo que me lo compraba todo, hasta el mostrador, pero aquí hay cosas que no tienen precio”, señala apesadumbrado Cristóbal, que así y todo espera seguir al pie del cañón, siempre y cuando encuentre otro local que se ajuste a su presupuesto. “Lo busco en el centro, pero me piden 800, 900, mil euros, y no puedo. Yo ahora mismo estoy pagando renta antigua, 100 euros. Por la ley Boyer en enero pasaría a pagar 300 o 400 euros, pero es que directamente no me renuevan el contrato”.

Un poco de historia

En su familia, su abuelo y su padre también se llamaban Cristóbal. El primero, Cristóbal Bejarano Lara, abrió el negocio en 1917, año en el que también abría otro ultramarinos, o aduana, como se conocían por entonces, en lo que hoy es el tabanco El Pasaje. Tras cerrar ese, ya sólo quedó abierto el de la calle Unión. “Aquí se vendían legumbres, especias, cochinos, manteca, chicharrones, cuchillas de afeitar, se vendía de todo”, explica Cristóbal, que habla por lo que le contaba su padre, ya que a su abuelo no llegó a conocerlo, ya que murió cuando él sólo tenía un año.

La peor época del negocio fue durante la Guerra Civil, cuando cerró temporalmente, y la de la posguerra. Eran años de miseria, hambre y estraperlo. Pero el ultramarinos poco a poco fue saliendo adelante. La cercanía del Villamarta, que por entonces tenía cine, atraía mucha clientela que, antes de ver las películas, se pasaba para comprar fruta y, sobre todo, frutos secos.

Tras la muerte del fundador, su hijo se pondría al frente del establecimiento. Cristóbal, con 12 años, ya empezaría a echarle una mano a su padre. En esa época, finales de los 60 y principios de los 70, empezaron a vender hielo. La compraban en barras, en una fábrica cercana a la estación, y con un carricoche la trasladaban hasta el centro. Con una máquina se picaba el hielo, que luego se vendía en el mercado para los puestos de pescado, y también para la gente que en verano iba a la playa. Y es que, como recuerda Cristóbal, antiguamente la carretera que llevaba a la costa pasaba por lo que hoy es la calle Larga. “Me acuerdo que venían los autobuses de Sevilla y paraban en el Gallo Azul, donde antes se podía girar para la derecha, dirección a Santa María, o paraban en la plaza del Arenal, para desayunar en La Vega, y venía la gente con las neveras de cartón a por una peseta de nieve para echar todo el día en la playa”.Eran buenos tiempos para el negocio, aunque muy duros. “Echábamos el día entero. Nosotros vivíamos en la calle Argüelles, al lado de la iglesia de los protestantes, en Mundo Nuevo. Nos veníamos aquí andando, luego a la hora de comer otra vez para allá y luego, otra vez para acá, así todos los días, y los domingos en verano estábamos abiertos todas las mañanas”.

El paso de los años trajo también las primeras grandes superficies. Así, llegó el mítico Simago a la calle Doña Blanca, aunque, al contrario de lo que pudiera parecer, Cristóbal asegura que “no llegó nunca a competir con nosotros, al contrario, porque aquí tenemos una calidad que no tiene nadie”. Así y todo, la constante multiplicación de supermercados fue poco a poco restando una clientela que, en su mayoría, prefiere los precios económicos a la calidad. “Yo aquí tengo un garbanzo de Fuentesauco, lenteja de la Armuña, alubia del Barco de Ávila… Pero claro, aquí el kilo de garbanzos vale cuatro euros, cuando en los supermercados lo encuentras a un euro y encima, muchos te llevan la compra a casa. Contra eso no puedo competir”.

Así y todo, sigue teniendo clientela fiel, aunque mayoritariamente de cincuenta años para arriba. “Tengo una clienta que con 94 años sigue viniendo, porque desde pequeña compraba aquí. Los jóvenes ya es otra cosa. Alguno viene, pero ten en cuenta que la gente ya va a lo cómodo, a lo precocinado. Pocos se ponen a hacer potajes en sus casas”.

El futuro

Con 57 años, a Cristóbal aún le quedan, mínimo, diez años para jubilarse. O eso espera. “No he conocido otra cosa”. Todo pasa por encontrar un nuevo local, preferiblemente céntrico, aunque no sabe si podría trasladar todo lo que actualmente tiene en la tienda. “Es una pena”, dice mientras mira todo lo que le rodea. Y es que, ni aún queriendo hubieran podido adquirir en propiedad la tienda, ya que señala Cristóbal que lo que siempre se puso en venta era la finca entera, algo a lo que no podían aspirar. Sabe además que con él acabará el negocio, ya que ninguno de sus tres hijos seguirá con el ultramarinos. Nos despedimos de Cristóbal no sin antes invitarnos a una copa de ese amontillado que, como nos contaba antes, “lo guardo para los amigos”. La despedida, realmente, es un hasta pronto, ya que prometemos publicar la futura reapertura del negocio. “Seguro que sí”, nos dice esperanzado. Seguro que sí.

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Jorge Miró

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