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Viajamos durante horas. Sólo nos detuvimos en mitad de la nada. Había una acacia. El chófer y el traductor invirtieron unos minutos en buscar algo por el suelo. 

Viajamos durante horas. Sólo nos detuvimos en mitad de la nada. Había una acacia. El chófer y el traductor invirtieron unos minutos en buscar algo por el suelo. Parecía que buscaran oro o fruta. Pero recogían pequeños trozos de madera, casi astillas. El chófer hizo una hoguera diminuta con todo ello. Y, en el poco tiempo que duró esa llama, un té. El sol era abrasador, y el paisaje, el silencio, el tabaco y el té fabricaron 15 minutos de absoluta plenitud. Luego volvimos al jeep. Al desierto le llaman desierto por llamarlo de alguna manera. No está desierto. La noche anterior, por ejemplo, dormimos en otro punto de la nada. Al despertarnos, vimos que a nuestro alrededor todo estaba repleto de huellas de animales, inexistentes el día anterior. No habíamos dormido solos. Quizás, nunca habíamos dormido menos solos. Esa misma mañana, en la ruta, habíamos visto un lobo. El chófer, lacónico e inexpresivo, quedó un tanto sorprendido al verlo. Creía que ya no quedaban. Por las minas. El lobo tenía sólo tres patas. Habría pisado una mina. Nos estuvo siguiendo, al galope, durante un buen rato. Estaba condenado a cumplir su destino, pero con una pata menos. Al cabo de muchas horas llegamos a nuestro destino. Otra vez, la nada. De la nada aparecieron soldados. Al principio un par. Una docena. En breve, cientos. Como sucede con los soldados, no parecían soldados. Recuerdo a uno. Era casi un anciano. Había matado, dijo el traductor, a más de 200 enemigos. Era un número al azar. Nadie llevaba ese tipo de cuentas. Los mataba de noche, con arma blanca, arrastrándose por el suelo hasta la zona enemiga. Allí, nos dijeron, todo era fácil. El enemigo, aterrorizado, se dejaba matar. El anciano no entendía la lengua en la que nos hablaba el traductor. Aun así, sabía lo que estaba diciendo. Lo escuchaba como quien escuchaba un ruido. Parecía un Antiguo. Es decir, un indolente. Los Antiguos mataban y morían sin pasión, sin euforia, sin orgullo. Simplemente, lo hacían. Como un lobo mutilado hace todo lo que hace. Homero explica cómo las armas blancas de los Antiguos atravesaban una boca, la llenaban de sangre, rompían sus dientes y, finalmente, mataban. Aquel anciano, en cierta manera, era Néstor. Un anciano que había visto y hecho todo eso. Todo-eso, a su vez, no parecía ser nada especial. El camino de vuelta lo hicimos por otra ruta. Recuerdo que nos pasaron un par de cosas. Una es que, de repente, el chófer y el traductor -ahora sé que no eran inexpresivos, sino Antiguos- intercambiaron algunas palabras en su lengua, con cierta gravedad. El chófer aminoró, y estuvo conduciendo con lentitud durante una hora. Luego, detuvo el jeep. Bajó. Se alejó del vehículo con el traductor. Ambos se pusieron a orar. Con movimientos Antiguos, sin exteriorizar ningún fervor o pasión. Era raro. No era hora de oración. Inquiridos, nos dijeron que, por error, habíamos atravesado un campo de minas. Unas horas después, ocurrió otra cosa. Importante. He empezado a escribir estas líneas, de hecho, para explicarlo.

El chófer y el traductor divisaron algo en la lejanía, donde nosotros no veíamos nada. Lentamente, vimos cómo se distinguía la figura de un hombre, sentado, en mitad de la nada, bajo una acacia. El traductor amartilleó su pistola. Sin teatralidad, como cuando oraba, o buscaba trozos diminutos de madera. Con los movimientos mínimos y correctos. No dijo nada, pero todos sabíamos que, si era un enemigo, le mataría. Estábamos en zona de guerra. Y eso es la guerra. Le mataría de forma rápida y efectiva, sin ninguna pena o ninguna gloria. Como los Antiguos. Cuando llegamos a su altura, vimos que no era un enemigo. Era un negro, un hombre nacido a miles de kilómetros de allí. Esta guerra no era, pues, su guerra. Los Antiguos respetan esos detalles. El hombre llevaba lo puesto. Con una camiseta se había construido un turbante para protegerse del sol. Sin gracia, sin saber hacerlo. Por no llevar nada, tampoco llevaba ningún recipiente con agua. El traductor le habló en su idioma. Probó en inglés. Luego, en francés. "Comme ça va?". El hombre sonrió y dijo: "oh, ça va bien. Ça marche". Levantó un pulgar para confirmarlo. El traductor le preguntó, con la sinceridad y el distanciamiento de los Antiguos, si necesitaba algo. "No". Le ofreció agua. La rechazó. "Non. Ça va bien. Merci". El traductor no reiteró sus ofrecimientos. Dio por terminado el contacto. El chófer volvió a encender el coche. Nos fuimos. "No tiene agua, y dice que ça va bien", dijo el traductor, riendo, por primera vez desde que lo conocimos. Nos explicó que era un inmigrante, que iba hacia Europa. Su país debería estar a dos Europas de este punto, la nada. Luego, con la indolencia de los Antiguos, dijo que moriría. Por la regla de tres. Ya saben. No se puede vivir tres minutos sin aire, tres días sin agua, treinta sin comida.

He pensado mucho en aquel hombre muerto. No nos pidió socorro, sencillamente porque ni siquiera imaginó esa posibilidad. Era también un Antiguo, y estaba copado por su destino, del que no nos hizo partícipes. Era solo suyo. Su destino era llegar a Europa. Era un destino tan intenso que se podía cumplir sin agua. Cuando el destino es así, da igual el agua. O el mar. O las alambradas. Da igual el ejército, la policía, los gases. Da igual toda la energía de la UE, esa cosa que no es Antigua, que sólo entiende reglas absurdas, inimaginables para Homero. Y que ignora la Antigüedad de la situación. No entiende que aquel hombre a punto de morir era, en verdad, imparable. Contenía en su ser una esencia humana que hemos olvidado con los siglos, y que, en tiempos, fue más valiosa que la propia vida. El ansia de cumplir el destino propio. Una fuerza que hace que te arrastres de noche empuñando un arma blanca, que corras sin una pierna, que te muevas con lentitud y precisión hasta donde tu destino decida. 

Es, hasta cierto punto, anecdótico que aquel hombre no lo consiguiera. Lo demás en él era categórico. Hay millones como él. Uno solo ya son más que todos nosotros.

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Sobre el autor:

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María Luisa Parra

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