Roberto Alberto: el pintor de la Sevilla que perdimos se alquila para soñar

Este artista con estudio mini en la Plaza de Los Terceros busca democratizar la pintura como regalo para bodas, bautizos y comuniones, al tiempo que apuesta por rescatar las clásicas pañoletas de las casetas de feria

Roberto Alberto, en su estudio de la calle Bustos Tavera de Sevilla.
Roberto Alberto, en su estudio de la calle Bustos Tavera de Sevilla. MANU GARCÍA
19 de octubre de 2025 a las 18:55h

“La elección de mi nombre responde a un momento poético de mi padre”, dice Roberto Alberto, entre risueño, guasón y orgulloso porque, al fin y al cabo, pocos pintores de Sevilla pueden entregar una tarjeta de presentación con rima incluida entre el nombre y el apellido. Y eso que ni siquiera en el rótulo de su minúsculo local de la céntrica calle Bustos Tavera –junto a la plaza de Los Terceros- ha jugado con el hecho de llamarse y apellidarse con tres nombres de pila: Roberto Alberto Elías. Su carné de identidad no bromea.

Tiene otras formas de llamar la atención, y la que más rentable le ha resultado ha sido la de tirar de esa Sevilla que perdimos; no solo por sus cielos –Romero Murube dixit–, sino por los rótulos de sus desaparecidos bares, por sus rincones emblemáticos, sus callejones sin salida, sus estampas cotidianas de cervezas empezadas y platillos de altramuces, sus santos domésticos, sus parques (románticos) de otra época y la eternidad de un río que nos reconcilia con el arte, el urbanismo y la melancolía.

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Roberto Alberto, afanado en su trabajo en su estudio sevillano. MANU GARCÍA

La mayoría de los temas recurrentes de su pintura casi hiperrealista entroncan con las esencias de esta ciudad de la que él se fue recién licenciado en Bellas Artes y a la que volvió tras ese mismo periplo americano que a unos artistas andaluces les duró más y a otros menos, empezando por Juan Ramón o Lorca: el agua, desde luego, la fotografía antigua o la estética del cine clásico, pero también la cultura popular americana del medio siglo o el retrato japonés de principios del siglo XX. “Cuando yo me fui a Estados Unidos”, recuerda este sevillano de 52 años que aparenta bastante menos, “aquí no se llevaba la pintura realista, pero ya me advirtieron de que en América sí, y muchísimo”. A su vuelta, se encontró con las tornas un tanto cambiadas, con el boom de lo cofrade y con una nostalgia colectiva por unos rótulos, una estética y unos colores que empezaron a llamarse vintage.

Y él, que siempre había soñado con retratar minuciosa, parcial y sintomáticamente la Sevilla que se le estaba yendo de las manos a toda su generación, volvió a empuñar el pincel para luchar por su rescate. Y empezó a popularizar unas tablillas de pequeño formato con las dos Esperanzas de la ciudad, con el puente de Triana, el Cachorro, el milagroso San Judas Tadeo, el paquete de tabaco olvidado, la Lole y el Manuel, los maniquíes con lencería, la vieja reja con su buganvilla, el omnipresente rótulo de la Cruzcampo, las librerías de viejo, los zaguanes antiguos y hasta el Curro de la Expo.

Con todo ello se le ocurrió una vez formar un sevillanísimo juego de la oca, que expuso, y el Ayuntamiento le ha pedido últimamente que siga jugando con esa serie de tablillas tan pintorescas que sirven para marcar hitos en la ciudad y para preparar recuerdos para los turistas que recorren ciertas rutas organizadas. A él personalmente, que se afana cada día en su estudio de la calle Bustos Tavera, le han servido sus propias focalizaciones de la ciudad para personalizárselas a otros en forma de cuadros de pequeño formato con los que pretende democratizar el arte.

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El tratamiento realista de los motivos sevillanos más pintorescos está aumentando la clientela de este interesante pintor sevillano que se considera "un trabajador del arte". MANU GARCÍA

“Mucha gente piensa que regalar un cuadro puede salirse de sus posibilidades cuando se trata de un cumpleaños, de una Primera Comunión o una boda”, explica Roberto Alberto por su propia experiencia, y añade por esa misma experiencia retorcida a su favor: “Pero luego se dan cuenta de que un cuadro de estos, que les va a salir por 120 euros, o quizá 150 si está enmarcado, no es para tanto si se regala además entre dos o tres”. No es dinero, consideran él y su creciente clientela, para una obra de arte personalizada con algún motivo íntimo y que profundamente vincule a los amigos con al cumpleañero, por ejemplo.

El invento ha funcionado hasta el punto de que, en los últimos años, se dedica fundamentalmente a ello y hasta tiene que pautar este trabajo ya tan cotidiano para organizar sus otras tareas expositivas con cuadros de gran formato a nivel nacional e incluso internacional. Su escaparate no es ya solo la posición estratégica de su pequeño taller, tan cerca de El Rinconcillo, el bar más antiguo de Sevilla, por ejemplo, sino también la red y las redes, las sociales y las del boca a boca.

De cuadros y de libros

Más allá de estos cuadros por encargo que van encerrando la esencia de una Sevilla en peligro de extinción, la atomizada capital hispalense como encerrada en gozosas cápsulas de quienes sueñan con guardarlas como reliquias del ayer, los proyectos editoriales se le van acumulando a Alberto. El último que tiene entre manos es la ilustración, con ajustada dosis de surrealismo, del Poeta en Nueva York de García Lorca que va a lanzar ahora la editorial sevillana Ediciones en Huida. En cada cuadro para este libro universal, por fin liberado de los derechos de autor, ha imaginado Alberto un rascacielos de los que temía la Aurora de allí como una antigua y gigantesca jeringuilla metálica cuyo émbolo parece subir angustiado por las inmensas escaleras, o el perfil anatómico de un ser humano en la oscura raíz del grito que incluye los planos de la planta de la Universidad de Columbia.

La imaginación, el oficio y el detallismo extremo de un realismo que tiene algo de lánguido no cesan en la dedicación de este pintor sevillano tan observador que, a veces, “pienso que voy a quedarme sin ideas”, señala, pero a continuación confía en esta Sevilla infinita que no para de rehacerse en espiral sobre sí misma. Los cuadros de los antiguos quioscos verdes del Parque de las Palomas, El Tremendo, de Casa Vizcaíno, de Mariano Camacho, de La Sirena, de la librería Baena o del Cine Cervantes, con toda su carga multicolor de memoria congelada conviven con la antigua rotulación de la Puerta Osario, de la Encarnación, de la Alfalfa, de farmacias a las que llamaban boticas o de esos escaparates de ferreterías que solo mantienen la persiana levantada en la memoria unos sevillanos mayores que él.

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Roberto Alberto, retratado para lavozdelsur.es. MANU GARCÍA

El guardián de las pañoletas en las casetas de feria

Roberto Alberto llevaba años, por pura vocación conservacionista, fotografiando las pañoletas de todas las casetas de la Feria de Sevilla. “No pensaba entonces en nada concreto, pero me llevé unas cuantas ferias para reunirlas todas, porque la mayoría tienen ya su solera de tantos años”, señala, aunque hayan sido pintadas por la voluntad de unos cuantos amigos aficionados y no precisamente por profesionales. “En la primera que me pidieron pintar querían que incluso rehiciera el logo, pero yo les advertí que el valor que entrañaba su logo era precisamente que se había convertido en un clásico, así que en las siguientes lo que procuro es afinar los motivos, pero nunca cambiarlos”. Para muchas casetas de feria (y ya hay limitada cola), Roberto Alberto se ha convertido en un conservador del toque amateur, de la riqueza y variedad de los antiguos ornamentos, pero también en un rescatador y realzador de todo ello en los nuevos tiempos.

"Yo soy muy feliz cuando pinto pañoletas, porque me conecta con mi padre, con el que empecé a dar pinceladas en esos triángulos antes de convertirme en pintor”, recuerda Roberto Alberto, y añade: “Me vienen a la memoria mi madre y mi tía Conchi, que diseñaban y cosían trajes de flamenca desde el improvisado taller que montaban en una habitación del piso de mi tía. Y mi vecina Carmen, que bordaba mantones y lo hacía de lujo”.

A la vuelta del año comenzará precisamente con ese repentino rol de pintor de pañoletas, pero mientras tanto sigue empeñado en su tarea de rotulista y, por otro lado, de rescatista de los que la piqueta se cargó en su momento y él resucita con sus pinceles. Presidiendo su estudio, que es también taller y tienda, una atrevida e icónica versión de la Pantoja caracterizada como la villana de la serie V, aquella Diana que comía ratas y que, con otra cara más de aquí, se atreve a pontificar sobre la universalidad de El Tardón.

Sobre el autor

Álvaro Romero Bernal.

Álvaro Romero

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