Un día de 2007, el rey Felipe VI, que entonces era Príncipe de Asturias, impuso la medalla de las Bellas Artes a Ángeles Espinar. Todo un acontecimiento para ella, su familia y su pueblo, Villamanrique de la Condesa, de menos de 5.000 habitantes, haciendo frontera con Huelva.
Hoy, su taller lo dirige María José, su hija, tercera generación, porque la madre de Ángeles fue la que empezó a bordar. Retirada por motivos de salud propios de su avanzada edad, aun con todo, María José reconoce que sigue viendo en su madre a "la jefa", a la que ahora cuida pero a la que también consulta opiniones sobre diseños.


Este taller es una referencia en el bordado artesanal de mantones. Y todo reconocimiento ha sido bien merecido en las últimas décadas. María José es reconocida maestra y continúa con la saga en un negocio que no ha parado de cambiar. Desde que su abuela comenzara a coser junto a mujeres del pueblo, trabajándole a talleres de Sevilla capital, Foronda o Crespo; hasta los años 90, tiempo de esplendor, alegría y más ventas que nunca.
"Mi madre con 40 años montó esto como empresa", explica María José. En los 70, el mantón de Manila había perdido el protagonismo que había tenido desde el siglo XIX, cuando las clases altas buscaban tejidos. Aquello continuó muchas décadas, entrando en el siglo XX. Pero ni la economía española estaba para lujos ni se consideró entonces símbolo de modernidad la prenda para vestirla como pieza central del traje de gitana o para eventos.
En aquellos años, en cambio, había pocos colores, sedas algo más toscas quizás, o menos trabajadas. Ángeles Espinar impulsó entonces la recuperación de esa moda. Trajo colores que apenas se veían en España. Y llegó a tener un centenar de mujeres bordando, bien en el pueblo, bien en los alrededores; o realizando encargos para las flequeras de Cantillana. Hoy apenas hay seis mujeres que realizan esa labor desde el sofá de sus propias casas. Llegó a haber, de hecho, hace no mucho, un taller impulsado por la Junta para formar a una veintena de personas, pero finalmente ninguna se decidió por este sector, porque "no es que sea mejor o peor, es que esta generación tiene más prisa", dice María José.
Pero a pesar de este futuro incierto, el mantón sigue vivo con ella, que realiza diseños desde la mesa de su taller para convertirlo en un artículo siempre especial, de encargo, con tejidos nobles, siempre a mano, sin oler siquiera una máquina de coser, todo a mano.


El impulso llegó, recuerda María José, cuando el negocio creció con su madre, pero también, cuando la mujer se introdujo verdaderamente en el mercado laboral y hubo algo de alegría económica. En aquellos 70 u 80 del siglo pasado,"las nuevas generaciones de aquel tiempo eran emprendedoras o tenían sus carreras, y a lo mejor venían de un entorno rural", pero "sin ser de alta aristocracia ni de la burguesía sevillana, sin haber heredado un mantón de su familia, querían su propia independencia y querían tener una prenda buena". Por eso se hacían con sus mantones.
Así, el mantón se puede asemejar a un símbolo de emancipación, de la historia de la mujer que cobra su salario y que además piensa para sí misma, para su armario, para su propio deseo. Una idea que se alejaba del que había sido hasta entonces mayoritariamente el rol de la mujer, especialmente en el entorno humilde, de que la vida solo era trabajar y cuidar. Había espacio para algo más, para disfrutar del ocio y para tener prendas que se podía pagar con su propio salario.


Los mejores años del mantón serían los 90 y los 2000, porque aquellos años fueron los de mayor consumo en España. Época de vacas gordas y de burbuja que aún no había estallado, el expansionismo que derivó en una grave crisis desde 2008. De un día para otro, el taller de Ángeles Espinar perdió un 80% o 90% de los pedidos, recuerda María José.
Y por cosas biológicas, porque aquellas mujeres que bordaban también se hacían mayores, como su madre, la producción ha bajado hacia lo exclusivo. Hacia cinco, seis o siete mantones elaborados al año, por encargo. "Mi hija tiene su carrera y no se va a dedicar a esto", explica, así que no habrá, aparentemente, cuarta generación.

Entre tanto, sus prendas las han llevado mujeres como Crindy Crwoford, que posó con un mantón en la revista Hola, y Camila, reina consorte de Inglaterra, tiene uno que le entregó Isabel Preysler a Carlos cuando aún era príncipe. Han vestido desfiles por todo el mundo, desde Japón, Londres, Milán, París o Los Ángeles. Habituales de las pasarelas locales, en 2023 Dior se fijó en el taller para vestir su desfile en la plaza de España de Sevilla, todo un evento y un momento histórico para la firma.

Eso sí, a falta de nuevas manos en este negocio, han abierto la nueva línea Espinar Antique. Se dedica a restaurar mantones históricos, tanto propios como comprados en mercados internacionales. Por ejemplo, uno del siglo XIX procedente de China, todo un tesoro, con esos bordados que impresionarían a cualquier emperador.

El mantón tiene también algo de periodismo, como los grabados, porque describen un tiempo, una época. Es, a menudo, vestir una obra de arte, porque está más cerca del tapiz que de una prenda que quite el frío de los hombros. Y hoy no es complemento al ir a una Feria, sino a menudo la pieza central, la destacada. Por algo. Y aquí está el taller que tanto contribuyó a que así haya sido. Por algo el Rey, entonces Príncipe, le puso la Medalla de las Bellas Artes. Porque son artes en uno de los pueblos más pequeños de Sevilla. Un legado, el de Ángeles Espinar, que muchos desconocen.