El mal estado del asfalto y el casi inexistente servicio de limpieza, las principales quejas, no enturbian la buena convivencia y percepción que sus habitantes poseen sobre la singular barriada. 

Una vez al año se dejan ver por allí los alcaldes y representantes de los gobiernos locales que se van sucediendo desde el comienzo de la democracia. Al menos es lo que opina uno de los habitantes, hijo, nieto, hermano y primo de otros otros vecinos de la barriada Picadueñas. Barrio humilde, tranquilo y poco problemático, aunque eso sí, no se salva del virus del desempleo que corroe a la ciudad. “Hay muchos parados y mucha hambre”, espeta un vecino que no quiere dar su nombre pero que lanza esa sentencia para que el medio se haga eco.

Picadueñas la Alta y la Baja, ubicadas en un conocido pago jerezano, ya aparece en los registros allá a los finales de 1580. Fue en los 50 del siglo XX cuando comenzaron a dividir las parcelas y a levantar sus casas los primeros habitantes, sobre todo obreros de clase humilde. Limitado por la Avenida de las Amapolas, entre sus calles estrechas, solares y viviendas de exterior descuidado y deslumbrante interior en su mayoría, viven parte de los casi 28.900 habitantes del distrito Oeste. Antonio Mariscal, uno de lo cronistas del presente y pasado de Jerez, se refería recientemente a este enclave como un mirador de la campiña al que “sus estrechas y encantadoras calles y sus casas plagadas de flores y plantas le confieren un aldeano y delicioso sabor familiar”. Y cuánta razón tiene.

El rostro de Fernandín aparenta mucha menos edad de los 70 años que dice tener. De ellos, 57 los ha vivido en Picadueñas, concretamente en la calle Ayala. “Me vine de chiquitito a vivir aquí desde la cuesta del Palenque”. Al igual que el resto de sus habitantes, está enamorado de la barriada. Lejos del halo de señorío que reviste otras zonas de la ciudad como el centro, Picadueñas se desmarca de lo que se suele entender por Jerez como quinta ciudad de Andalucía, cuna del flamenco y del vino. Es otro mundo. Fernandín está muy satisfecho allí. “Nadie se queja si ladran los perros, yo puedo tener a mis animales…”, cuenta mientras va por la calle con un polluelo bien agarrado entre las manos. ¿Y si le ofrecieran una casa mejor en otra barriada? “De aquí no me voy”, así de tajante, sin atisbo de duda lo afirma este septuagenario, al igual que todos y cada uno de los vecinos a los que se les pregunta, con independencia de su edad y condición.

La excepción es Rosi, mujer de Manuel. Él nació en la misma casa en la que vive actualmente con su mujer y su hija. “La caí y la volví a levantar”. Su mujer, sin embargo, es del castizo barrio de San Miguel al que extraña y, pese a los años aún no se acostumbra. “Antes nos conocíamos todos porque había tiendecitas y las vecinas charlábamos allí. Ahora con los grandes supermercados, vamos todos a comprar fuera. Los mayores del barrio tienen la costumbre de ir temprano a la plaza a comprar en autobús todos, todos los días”, cuenta. Le llama la atención oír decir a sus cuñadas que van a Jerez cuando se desplazan al centro. “Como si esto no fuera Jerez. A mí me choca”. Ella es ama de casa y su marido trabaja en unos grandes almacenes de la ciudad. Ahora está de ‘manitas’ en el garaje. Presume de barriada: “Aquí estamos todos con las puertas abiertas; la mayoría somos familia”. Y de casa, amplia, no le falta un detalle, como otras muchas allí. José, de 43 años, no tiene tiempo de hablar de las bondades y reivindicaciones vecinales mientras se sube al coche para ir a trabajar al centro comercial ubicado a escasos metros de su casa, la que tiene “como un palacio”.

Cuesta arriba y cuesta abajo a mediodía se ve un continuo ir y venir de vecinos con el pecho al aire, lavando el coche en la calle. Otro señor, de Santiago, va de puerta en puerta vendiendo huevos que porta en una caja de cartón sobre un soporte de ruedas. Va hasta allí desde que que empezó la crisis y dice que es una zona tranquila, de muy buena gente, ya todos le conocen.

En el centro de mayores, al menos, la actividad no cesa. Realizan diferentes actividades, clases de baile, informática, juegan al bingo. En verano los niños campan a sus anchas con sus bicis y patinetes, jugando a la pelota… en cualquier rincón. Además, como señala la clienta de una pequeña tienda de ultramarinos en Picadueñas Alta, es un buen lugar sobre todo por los pequeños, especialmente por la zona verde que enlaza a la Alta y la Baja, próximo al campo de fútbol. Allí compra los desavíos. Con el sueldo de su marido viven el matrimonio y sus dos hijos en paro, “con 800 euros”, enfatiza. Sobre la relación y la actuación de las asociaciones de las dos Picadueñas, ella prefiere no hablar. “Aquí todo el mundo va un poco a lo suyo, pero yo no tengo problemas con nadie”, reconoce con el rostro algo tenso.

La estampa de sus calles grita la dejadez que sufre la barriada, “no se ve avance ninguno”, denuncia un residente que vive allí desde niño, como casi todos. Las asociaciones demandan arreglos en el acerado, en el asfalto, plantación de arbolado, aparcamientos y un mayor servicio de limpieza. La mayoría de sus habitantes creen que, a diferencia de otras barriadas como La Granja, faltan servicios y negocios, “no tienen nada a la mano”. “La barriada es para comérsela, pero está muy dejada, podríamos vivir mejor”, afirma un vecino de Los Pinos.

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María Luisa Parra

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