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Más de un año diciendo ‘No’, desde mucho antes del "no es no".

Cuando se conoció el resultado de las elecciones del 26-J, más de un perverso consideró que el problema de Pedro Sánchez había sido no ser tan-tan guapo como se esperaba de él a esas alturas; peor: era menos guapo que en las de seis meses atrás. De aquella caída de ojos que por momentos (casi) había recordado a George Clooney saqueando un casino mientras fingía jugar a la ruleta, los gemelos titilando contra el hielo del bourbon al asomar bajo el traje de Armani, su apostura comenzó poco a poco a debatirse en un quiero y no puedo más parecido al de un anuncio de Just for men: atractivo, el muchacho, pero deglutido por un aura de apolillamiento que no invitaba de manera apabullante a la seducción. Sobre todo en esta Semana Grande del Traje Nuevo del Emperador que padecemos, en la cual, como bien sabe el monarca de Pontevedra, no es que el rey vaya desnudo: es que, para seguir reinando, lo conveniente es ser invisible. [Y de toda esta (i)lógica podrá inferirse fácilmente en qué lugar quedan, cara a la audiencia, las camisas del Alcampo.] 

Si es cierto que el poder quema, la secretaría general del PSOE, que no deja de ser poder, prende como una pira griega siempre que dicho partido no está tocando el último y único poder al que aspira, que es la presidencia del Gobierno. De modo que, en tiempos de sequía electoral, el pedestal al que elevan al venerado líder deviene rápidamente en hoguera, y las monedas de quienes apostaban por él, en las monedas que habrá de dar, una vez fiambre y bien tostado, al barquero Caronte, centinela entre las dos orillas de la vida y la muerte. Que en el caso del PSOE parece tener siempre un mismo perfil de incógnita, o equis, bajo la capucha sombría.

Pero el mismo Pedro Sánchez constituye una incógnita aún mayor. Cuando emergió por esta orilla, hace apenas dos años –traído desde las sombras por los mismos que ahora lo empujan al agua–, resultaba diáfano, salvo para algún romántico de atar, que no era sino el hermoso títere de cartón piedra que Los Dueños de Todo Eso habían forjado para participar con garantías en el carnaval de la presunta nueva política. Con Pablo Iglesias predicando para los arrabales socialdemócratas y Albert Rivera haciendo lo que sea que haga Albert Rivera a uno y otro flanco de la polis; con el partido comprobando, elección tras elección (de las legislativas y de las otras, las que deciden rumbos y posiciones), que después de tocar fondo aún se puede seguir cavando, resultaba una emergencia encontrar a un candidato que los votantes relacionasen más con esos bríos de segunda Transición que con el bipartidismo bíblico que parecía haber saltado por los aires después de tres tertulias y dos telediarios (la carcoma parece trabajar muy rápido, pero siempre viene de lejos).

En ésas apareció Pedro, el Guapo. Convirtiendo en literal la expresión operación cosmética.

Si el poder político quema, y el no tenerlo quema aún más, hay un tercer factor que quizás supere a esos dos primeros juntos; o que multiplica, más bien, esos dos factores ad infinitum. Es la televisión. El piadoso lector recordará quizás cómo los últimos cuatro años de aznarato se convirtieron, televisivamente hablando, en una de esas eras de Juego de tronos en que el tiempo se cuenta por miles de años (una dinastía de portavoces, Cabanillas-Rajoy-Zaplana, que duró a thousand years); cómo algunos rostros, inéditos hasta el momento, de los gobiernos de ZP parecían haber estado ahí desde Verano azul tras sólo unas semanas en el cargo; cómo, en fin, con el Gobierno de Rajoy hemos perdido el sentido mismo del tiempo, porque vivimos atrapados en él, habitando el mismo día una y otra vez desde diciembre de 2011. A Pedro Sánchez, el viento inmóvil de esta era petrificada le ha hecho cosechar canas en la estepa negra y un viraje en el bronceado de la piel que por momentos ha presentado ribetes verduzcos; como en los ahogados.

Y como en los actores que han olvidado el papel, o que empiezan a improvisar en escena sabiendo que va a haber bronca del director. Aun así consiguió siempre mantener el tipo, y (aquí el verdadero enigma, el MacGuffin de la película) creerse el papel, o fingir muy bien que se lo creía. El verbo creer nos viene muy al hilo para su variante reflexiva en nuestro idioma: algunos podrían pensar que se tiene (¿tenía?) creído el ser guapo, pero lo admite sin afectación, con la misma naturalidad con que admitiría que es alto, o que tiene 44 años. Que para qué tanta falsa modestia con lo evidente. En televisión (en el escenario), le dijo sin reparos a Bertín Osborne, entre chascarrillos ibéricos, el pasado marzo, que sí, que claro que fue un pichabrava; hasta “los 30 o 31” años, cuando conoció a la que es su mujer, Begoña Gómez. Susana Griso le preguntó, en junio, si no le suponía un problema ser demasiado guapo: “No es mi caso. Soy guapo a secas”, respondió. Los dos rieron. Ella contraatacó –afirmando más que preguntando–: “Pero sabes que eres guapo”. Y Sánchez hizo una finta de sus tiempos con el Estudiantes: “Lo importante en política son las ideas”.

Cuáles son las ideas profundas, esenciales, de Pedro Sánchez es algo que no ha quedado demasiado claro, aun repitiendo a diario lo esperable de un secretario general del PSOE (nunca haremos eso que acabaremos haciendo muy a pesar nuestro) y aun con tanta televisión. Y tanta: en septiembre de 2014 llamó en directo al programa de Jorge J. Vázquez para pedirle que no dejara de votarles por la cuestión del Toro de la Vega (el alcalde de allí era socialista), y le prometió que jamás le verían a él en una corrida. Al programa de Pablo Motos ha ido dos veces, dos; lo cual no alumbra muchas esquinas en penumbra de su carácter pero sí da una idea de su fuerza de voluntad: hercúlea.

Debe de tenerla, sin ironías. A Osborne también le dijo de pasada que la “determinación” era fundamental para él a la hora de seducir, en cualquier campo. No podemos saber hasta dónde ha podido Sánchez tenérselo creído, pero es indudable que cree en sí mismo, que jamás se ha visto sólo como una cara bonita, y que esa confianza en las propias posibilidades es la que le llevó adonde le llevó, y la que le llevará adonde tenga que llevarle ahora. Precisamente por esto surge con mayor fuerza una pregunta: ¿cómo alguien que cree tanto en sí mismo puede resultar tan poco creíble para el resto?

“Determinaciones”

La pose, la posturita, la impostura más o menos consciente o calculada constituye un lamentable virus entre la clase política, del que muy pocos escapan; en el caso de Sánchez, sin embargo, tal envaramiento ha resultado por momentos especialmente inquietante. Como una suerte de disonancia profunda que se acabara transmitiendo al exterior en eso que al principio llamábamos cartón piedra, pero que, mirado desde cerca, resulta mucho más complejo. Como si la pose no fuera tal, sino un extrañamiento de sí mismo; un no saber, él mismo, qué es pose en él y qué no lo es. Como si la marioneta no supiera que lo es y quisiera cobrar vida, desde allá adentro; tomar el control de un cuerpo que ríe con todo menos con los ojos, que se rige por lo cartesiano pero que sabe dibujar al tuntún (no lo hace mal en absoluto), que estuviera a punto siempre de cuadrarse ante sí mismo en el espejo pero que bailaba break dance de jovencito (insondable, insondable).  

Su mujer, Begoña –que sí ríe con los ojos, que no parece vivir en guardia–, confirmó sin vacilar a Griso, espontánea y jovial, que Pedro es un hombre “romántico”. Cuando le preguntaron a él por ella, por lo que le había gustado de ella, Pedro señaló, con su ceño fruncido como de pensamiento muy intenso, que “es positiva; es constructiva”. Que sería, sí, la forma más romántica de describir una directiva de la Unión Europea.  

Algunos que le han tratado de cerca aseguran que gana en la distancia corta, pero que la distancia entre lo que dice y lo que puede realmente abarcar es demasiado amplia. Se doctoró cum laude en Economía y Empresa por la Universidad [privadísima] Camilo José Cela, y su polémica tesis –titulada Innovaciones de la diplomacia económica española: análisis del sector público (2000-2012)– sólo puede ser consultada como los incunables de la Biblioteca Nacional; o sea, no está disponible al público. También hay quien dice que su verdadera aspiración no era ser presidente del Gobierno, sino ex presidente del Gobierno, lo cual es infinitamente más prestigioso –y rentable–. Y quizás sea ése el único título de ex que le quede pendiente en política, a falta de confirmarse que también deja definitivamente el cargo de sí mismo.

Porque, fueran cuales fuesen sus aspiraciones iniciales, sus ambiciones soterradas, sus anhelos de redención socialista o socialempresarial para sus compatriotas, lo cierto es que algo ha ido sucediéndole allá adentro, silencioso pero determinante, en estos dos años y pico; desde que fuera proclamado secretario general del PSOE con abrumadora mayoría de avales de la militancia, hasta que sus propios “compañeros y compañeras” le ataran, como predecía el oráculo, a la pira ya dispuesta para arder rumbo al Hades.

Dejó escrito Albert Camus que un hombre rebelde “es un hombre que dice no”. Pedro Sánchez lleva, en realidad, más de un año diciendo "No"; desde mucho antes del “no es no” a la investidura de Rajoy (que fue un no al lema oficioso del PSOE según el cual nunca haremos eso que acabaremos haciendo muy a pesar nuestro). Dijo no, en una finta que no le perdonarían, al pacto de no agresión cuando el cara a cara con Rajoy y su órdago indecente; antes, había dicho no a quienes pretendían que su papel en la historia ya había terminado y que postularse como candidato a la presidencia del Gobierno era ya pasarse de listo: quizás literalmente, de nuevo.

¿Terminó creyéndose su papel, Pedro Sánchez; creyendo que realmente podía todas aquellas cosas que incluso quienes le auparon ahí no creyeron nunca? En política es vieja la figura del tonto útil: ¿fue, Pedro Sánchez, un guapo útil que salió rana a los propietarios de la función? Esa aura apolillada de la que hablábamos al principio, ese enroque taciturno y furioso que fue endureciéndole el gesto hasta petrificarle un No entre los ojos, ¿es la consecuencia de la guerra entre la marioneta y el alma (rebelde) de la marioneta? “Un hombre rebelde es un hombre que dice no. Pero –continúa Camus– si niega, no renuncia: es también un hombre que dice sí” (que dice sí a sí mismo).

¿Es posible que Pedro Sánchez, Frankenstein apolíneo del que sólo se esperaba un tiempo y una pose de telediario, acabara por rebelarse contra el dios-padre creador para demostrarle que él también podía reinar en el Olimpo? Por algún sitio escribieron que era fiel seguidor de Mad Men: ¿se vería reflejado en Don Draper, ese impostor amordazando continuamente un llanto? Como un Dorian Gray al revés, comprendiendo todo al fin, ¿se dejó envejecer, poco a poco, golpe a golpe, para que las grietas dejaran entrar la luz, rompiesen de una vez la piedra (la impostura) de sí mismo?

En su comparecencia de ayer ante las cámaras, cuando anunciaba ser ya, también, exdiputado, en el momento en que quiso “expresar cuán dolorosa” le resultaba la decisión, Pedro Sánchez no pudo reprimir el llanto. Y lloró con todo el cuerpo, pero sobre todo, al fin, con los ojos.

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Sobre el autor:

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Claudia González Romero

Periodista.

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