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Rafael, Celia, Alberto y Mihaela hablan de cómo es su vida trajinando de feria en feria y lo que les empuja a dedicarse a un trabajo tan duro como apasionante. “Es una experiencia que engancha, como un sudoku".

Olor a orina alternado con fragancia a suavizante de la ropa es el aroma que emana de los terrenos aledaños a las atracciones de la Feria de Jerez, junto al parque González Hontoria. Esta explanada se convierte durante un par de semanas en una verdadera zona residencial donde acampan en torno a 300 viviendas móviles, según uno de los miembros de la Asociación de Feriantes de Andalucía, encargado de controlar el paso de los vehículos y solucionar los problemas de mantenimiento. A mediodía, cuando el Real sólo cuenta con la presencia de proveedores y algunos técnicos de limpieza, en la residencia improvisada de los feriantes gobierna el silencio. Apenas se oye el girar de alguna lavadora o el ladrar de algún que otro perro. Paulatinamente, los habitantes más madrugadores comienzan a abrir las puertas de sus roulottes, auténticas casas portátiles. En ellas conviven y descansan los feriantes –dueños y empleados- de los puestos y atracciones que completan junto con las casetas el paisaje de la Feria del Caballo.

Feriante ‘sobrevenido’

Hay sagas familiares unidas a la feria generación tras generación. Muchas de ellas proceden de localidades ligadas tradicionalmente a este trabajo como Granada, Aguilar de la Frontera -en Córdoba- y Sevilla capital. Sin embargo, hombres y mujeres han aterrizado recientemente en este mundo por pura necesidad. Esta es la primera temporada de Alberto, sevillano de 30 años. Debe montar y desmontar las atracciones, recoger tickets y velar por la seguridad de los niños que se suben en ellas. Durante ocho años trabajó como taxista hasta que le despidieron. "Ahora trabajo para alguien del que ni siquiera sé en qué pueblo de Sevilla vive", dice, pero accedió a ocupar este puesto después de estar dos años en el paro porque con ello intenta evitar que no le quiten una casa. "Aunque ya no sé qué es lo que prefiero. También me gustaría obtener la licencia de taxista que cuesta unos 70.000 euros”.

Convive con un compañero de origen marroquí en un tráiler vivienda que en comparación con otras caravanas y roulottes colindantes deja bastante que desear. “La televisión me la he traído yo. Tenemos ducha pero no tenemos baños. Cuando llegamos a las dos o a las tres de la mañana si hay que fregar, fregamos, porque tenemos los vasos, platos y tenedores justos, y algunos de plástico para un desavío”. Según el sevillano, la Feria de jerez está bastante mejor distribuida que la de la capital andaluza, aunque no disponen de baños y aseos en la explanada. Aún quedan muchos meses de trabajo fuera de casa y la experiencia no le está resultando del todo grata. “Pienso en el tiempo que me queda y es duro, ojalá pudiera estar aquí con algún amigo o familiar. Mi madre no quería que me viniera y entiendo que para quien tenga hijos tiene que ser complicado vivir así”, reconoce.

La feria corriendo por las venas

En Jerez hallamos pocas familias de feriantes completas, entre otras razones, debido a que se celebra en periodo escolar. La mayoría de los temporeros de la feria viven solos, con la única compañía –agradable o no tanto- de sus jefes, compañeros y compañeras de trabajo, mientras sus parejas e hijos permanecen en sus hogares. Aún con el pijama puesto y sin dejar de tender la ropa en el tendedero, Rafael cuenta que tanto él como sus hermanos trabajan como feriantes aunque para empresas diferentes. Los días previos a la fiesta dedican una media de cuatro horas diarias. Una vez que comienza la feria pueden trabajar hasta 15 horas al día. Hace 13 años que se dedica a montar y desmontar atracciones infantiles. Le cuesta recordar el orden de los poblaciones en las que va a trabajar los próximos meses. “De aquí nos vamos a Córdoba. Tendremos cuatro días para prepararlo todo. También montamos en La Línea, El Puerto, San Fernando, Jerez y Algeciras”, explica.

Pese a que sus hijos permanecen con su madre en Granada, su ciudad natal, dice que no le pesa separarse de ellos. “Este es un trabajo muy, muy duro y muy sacrificado. No soy capaz de  explicar por qué me gusta. Nací y ya me gustaba trabajar en la feria”. Ni siquiera le saca de apuros, ya que según cuenta, gana mensualmente un sueldo fijo de 1.000 euros, de modo que el resto del año intenta ganarse la vida en Granada con otros empleos.

"No soy capaz de  explicar por qué me gusta. Nací y ya me gustaba trabajar en la feria”

Algo parecido le sucede a Mihaela, que cada mes de abril abandona su Rumanía natal dejando allí a su pareja y sus dos hijas de 12 y 11 años para trabajar de cocinera en un puesto itinerante de hamburguesas. Comenzó viniendo con su marido, pero ahora él no puede, tiene un empleo allí, también en el sector servicios. La joven, de 30 años, dice que echa bastante de menos a las niñas pero “aquí no nos podemos quejar, tenemos todos los lujos que se puede tener en casa y compensa económicamente pasar aquí la temporada”. No se trata de una mera cuestión económica, “está bien trabajar en la cocina y cambiar de sitio de una semana para otra,” manifiesta alegre en un tosco español. Además, asegura que la convivencia con los compañeros es buena, “nada más llegar todos sabemos lo que tenemos que hacer en la hamburguesería y en la caravana”.

Inesperada 'adicción'

Durante estos días se pueden encontrar a personas en situación irregular durmiendo en los puestos ambulantes de amigos, parejas que venden pendientes, colgantes y accesorios estos meses para viajar el resto del año e infinidad de personas con sus peculiares historias. También se encuentra entre esta muchedumbre variopinta que vive de y para la feria a Celia, alicantina de 27 años, maestra de Educación Infantil y Psicopedagogía. “Tenía claro que estudiaría eso porque mi padre padece el Sindrome de la sirena y de niña lo pasó muy mal, de ahí que me decantase por la educación infantil, quería contribuir a que los niños tuvieran una infancia feliz”. Contra todo pronóstico, decidió probar a trabajar en un puesto ambulante de pasteles persas que recorre toda la geografía española  y se “enganchó” a la vida nómada. “Trabajar en la Feria es una experiencia adictiva, como hacer un sudoku. Estás continuamente llenando tu cabeza de lugares nuevos a los que viajas y conociendo gente diferente y otras costumbres”, asegura, sin plantearse siquiera dejarlo algún día y volver a ejercer su profesión.

Sobre el autor:

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María Luisa Parra

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