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Y es que mientras se odia, no se ama. Aunque solo haya un paso, de una pasión destructiva, a la otra, la reproductiva, la edificativa. 

Una es ingenua, y medio tonta. Y si soy capaz de aceptar y asumir estos defectos, también admito que tengo un déficit importante en mi capacidad de odio. Lo incluyo en la lista de defectos, o aspectos a mejorar cuando practico el sano ejercicio de la autocrítica (que todo el mundo debería practicar, junto a un aumento considerable en la actividad sexual satisfactoria), porque una dosis justa de odio, bien empleada, es bastante útil, visto lo visto.

Pero no sé odiar. No me sale. El abandono, la traición, la calumnia, el ninguneo feroz, y adrede, con nocturnidad, alevosía y muy mala leche, me duele, me hiere, enfermo. En el caso de que alguien me propine una piña en plenos morros, quizás, me defienda, aunque durante dos nanosegundos, pensaré que algo habré hecho, o dicho. Luego volvería a mi juicio, más o menos sano. Lloraría. Confieso también, que no sé odiar, pero sí le profeso toda mi manía, mi antipatía, y le demuestro mi incontenible siesez, al que agravia, al que daña porque sí. A los malos, porque los hay, malos malísimos, no nos engañemos: existen. Con los malos malísimos no se puede negociar. Hay que aniquilarlos, bombardearlos, aquí o allá en el lejano Oriente.

Aunque conmigo, para darle al botón que pone “fuego”, no me cuenten. No sé odiar. No me sale. Seguramente se me habrá olvidado el motivo por el que esos malos malísimos, y sus niños (que tampoco saben odiar, seguro), deben ser aniquilados, bombardeados.

Saber odiar es útil, para no sufrir. Es la razón que se me ocurre para entender esta pasión con especial querencia por agarrarse a la boca del estómago, para hacerla sangrar. Sangrar por dentro. El odio. La sangre.

Y es que mientras se odia, no se ama. Aunque solo haya un paso, de una pasión destructiva, a la otra, la reproductiva, la edificativa. Mientras se está odiando mucho, con todo ese arte del odio de los que saben odiar, o eso dicen, no hay tiempo para otra cosa. Tampoco se pueden hacer galletas, o pintar con colorines con un hijo, o dormir a fondo.

Si se odia, no se vive. Eso es así, solo se sobrevive, quemando el tiempo en la anestesia de odiar, porque éste o aquel se lo merecen.

Decía, más arriba, que el odio es útil, visto lo visto. Pero no. Lo retiro. Es inútil el odio, como lo es el asco, aunque éste, y sea a veces inevitable. Prefiero no saber odiar. Seguir ignorando los mecanismos de la rabia. Son violentos y amargos esos mecanismos. Hay que perfeccionar el funcionamiento aquellos que sirven para amar. Pocos los dominan, y dejar el odio para los tontos que sí saben.

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