El guitarrista Santiago Moreno dirige una celebración en la ciudad transalpina, en la que intervienen la cantaora Carmen Amor y la bailaora Beatriz Quintana.
Nada indicaba que allí —pared con pared a un local muy conocido en Milán para el intercambio de parejas— pudiera celebrarse una Zambomba flamenca, aunque sabiendo que la navidad es tiempo de milagros, al menos, había que intentarlo. No se eligió uno de esos centros entregados al arte donde se dan platos únicos a un precio más que razonable. Tampoco se ocuparon los llanos del arroz como me habría encantado. El lugar elegido, simplemente, era un punto más en la ciudad con uno de esos nombres que entran en la memoria de los sonidos pero que luego, curiosamente, ni sabemos escribir ni nos importa.
Era y será, llanamente, un lugar de encuentro. De hecho, las metálicas escaleras del garito —más propenso al jazz o al blues roto de medianoche— no presagiaban rastro de flamenco hasta que traspasadas las espesas cortinas de concierto te topabas, cara a cara, con el ensordecedor ruido de unas panderetas predestinadas para la tarantella y unas palmas hechas a la bulería. No sé cómo se enteraron pero llegaron españolas de Aragón con sus villancicos más castellanos y andaluces con emigración en la sangre para entablar conversación —como nos han enseñado desde la cuna— con todo bicho viviente.
Fue muy curioso ver aquella amalgama de culturas reunidas en un acto que ya de primeras se organizó para escapar de las lejanías que levantan los micrófonos, los nombres de artistas y las lunes de neón. Nada de nombres ni del Yo absoluto. Sólo vino rosso, una valiosa botella de anís del mono que apareció de la nada y polvorones traídos de la Andalucía en avión. Comida y alma. Sería medianoche cuando la Zambomba arrancó tal y como siempre se debería encender. Sin previo aviso, se apiñaron mesas en los claroscuros del local y se formó un pequeño redondel con las sillas sobrantes justo después —no habrían pasado ni cinco minutos— de que finalizara el tablao flamenco en el que se escucharon desde tarantos y soleá hasta las bulerías de Jerez.
Dijimos unos pocos eso de Los caminos se hicieron y los caminos echaron a andar y la gente, en minutos, ya se escandalizaba con nuestra Micaela. Un po' pornograficodecía Luca a mi lado. Bastó una vez para que el público milanés comprendiera lo que le había sucedido a la criada con el cura de los demonios. Digo yo porque en todos los sitios cuecen habas. La calle de San Francisco se hizo en ambos sentidos... parando en cada esquina para el sorbo a la birra de doble malta y el río de Cartuja, el río que tenemos olvidados los jerezanos, nunca tuvo tanto vino. Nada de que si gitanos o gachós o que si Zambombas o Zambombás. El que quisiera hubiera podido ponerle nombre a cualquier cosa pero de nada le hubiera servido. Simplemente había gente con ganas de pasarlo bien y de partirse la garganta ya que los italianos —tan parecidos a nosotros— son dados y dadas a tirar para arriba y proclamar su alegría. Será por el hecho de tener la Scala de Milán a dos paradas de metro y verse en la obligación de dar el do de pecho o por entender que la vida es sólo eso... un instante que se consume en otro instante.
Dedicado a las alumnas de Jerez Puro en Milán.
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