"Se hace más operaciones de pecho que Brezhnev para colgar medallas" (comparación rusa).

"¿Cómo usar un plátano como brújula? Ponlo en el Muro de Berlín: la parte mordida apuntará hacia el este" (chiste alemán).

"Anda, hijo, que gastas menos que un ruso en catecismo" (acusación de tacañería andaluza).

Lo que los políticos polarizadores de la Guerra Fría se esmeraban en dividir, el pueblo a ambos lados del Muro lo reunía mediante refranes, comparaciones y bromas que hoy han caído en comprensible olvido. Los dos bloques en contienda, el occidental liderado por Estados Unidos y el oriental bajo supervisión rusa, parecían haberse instalado para quedarse, pero ningún Imperio es eterno y cuando nos asomamos al sentir cotidiano de una época que nos pintan como paranoica y sombría descubrimos que las masas encontraban motivos para reírse y desdramatizar todo aquello. Aunque nunca hubiéramos visto un ruso, nos esforzábamos por introducirlos en nuestros chistes y con eso hacíamos más por la paz mundial que aquellos políticos que, como el viejo Brezhnev, dormían con el pecho a rebosar de medallas. 

Uno no conoce con profundidad una cultura hasta que no profundiza en la galaxia de imágenes que conforma su lengua. Hoy día todos nos preciamos de saber inglés, pero nos falta imaginería más allá de las muletillas de moda. Aunque siempre tiende al laconismo, es el inglés un idioma muy rico en expresiones creativas. Por ejemplo, donde los hispanohablantes decimos "cuando los burros vuelen" o "cuando las ranas tengan pelo", los anglosajones utilizan "when hell freezes over" (cuando el infierno se congele) o "when pig's fly" (cuando los cerdos vuelen). 

Probablemente estas expresiones pasaron por la cabeza de un inglesito como Roger Waters, miembro fundacional de Pink Floyd, en una noche terrible de los primeros años 80. Un verdadero descenso a los infiernos, un arrebatador instante de dolorosa lucidez, la conjuración de un fantasma que venía persiguiéndole desde hacía años. Cuando alboreó en el horizonte, Roger comprendió: tenía que hacer un juramento para no volver a pecar. Iba a enterrar para siempre su The Wall ("El Muro"), su obra cumbre individual, la sublimación de todo el sufrimiento ocasionado por una educación cretina y clasista, una sociedad fría e indiferente, una industria caníbal y un padre fallecido en acto de servicio. Aquella obra que expuso su corazón a la luz del mundo, la que repetía como un maníaco, la que había condecorado con una larga serie de secuelas... Aquella burbuja en la que se veía morir. Había que pasar página.

Roger buscó en su mente las palabras del juramento. "No volveré a tocar El Muro hasta que...". ¿"...hasta que se congele el infierno"? Pero Roger, como hombre culto que era, sabía que el infierno ya se congeló en la Divina Comedia de Dante. ¿"...hasta que los cerdos vuelen? Maldita sea... ¡Precisamente Waters fue el primer hombre en la historia que consiguió que los cerdos volaran! Desde 1977, en homenaje a la portada del álbum Animals, los conciertos de Pink Floyd se distinguían en lo escénico por incluir globos hinchables de porcina silueta. Él no podía jurar eso. 

"No volveré a tocar El Muro hasta que..." "...hasta que caiga El Muro. El Muro de Berlín". 

Uno de los muchos cerdos fletados por Waters (año 2007).

Roger Waters también era hijo de su tiempo. Y en su tiempo El Muro de Berlín figuraba como el icono más sangrante de un mundo polarizado desde hacía varias generaciones.  Un statu quo que parecía condenado a la eternidad. Roger había derribado al fin su Muro, uniendo su destino al de ese otro Muro agraviante, signo y símbolo de una neurosis global como The Wall lo era de la suya particular.

Roger respiró profundamente. La fría luz del amanecer londinense mesaba sus cabellos. Cayó dormido con una beatífica sonrisa.

El lector se preguntará qué tenía aquel Muro para enclaustrar de tal manera a un hombre. Hemos señalado que Roger Waters fue el máximo responsable, lírico y musical, del álbum conceptual The Wall (1979) con su grupo Pink Floyd, entonces completamente bajo su influencia. En The Wall Waters reflexionaba a raíz del salivazo que le propinó a un fan exaltado, quien con toda probabilidad lo reflexionó también, en un concierto de la gira de Animals (1977). 

Representaba aquel certero gargajo la licuación de sus esperanzas, la eyección de sus sueños, el babeo de la alienación, la regurgitación espasmódica de la intragable hipocresía de la industria musical. El protagonista del doble disco (y posterior película de Alan Parker en 1982) es Pink, una estrella de rock análoga a Roger cuya depresión profunda y delirio fascista, tan habituales en el estrellato, suman y siguen a la muerte de un padre en la Segunda Guerra Mundial, un sistema educativo cruel y abusivo y un entorno social hipócrita donde la única salida es la erección enfermiza de una barrera metafórica entre él y el resto del mundo. Si Voltaire resignó a los suyos a cultivar cada uno su jardín, Waters propondrá un muy británico muro. 

The Wall se inscribe como el epicentro de la gran contradicción de la carrera de Waters: su quijotesca batalla contra la mano que le da de comer, la industria de la canción, en forma de álbumes superventas que alienan más y más al sensible tiburón. Es un círculo vicioso. Sin duda, la elaboración de The Wall fue el más directo de sus desahogos, pero su posterior escenificación en giras agotadoras y faraónicas no parecería la mejor catarsis. Película, merchandising, secuela, documental… Para ser un disco antisistema sigue un patrón comercial bastante conocido. La relación de amor-odio estaba servida desde su salivosa génesis, así como la autoconciencia mesiánica de quien se sacrifica en el seno de la industria para que los otros puedan contemplar lo vil y descarnada de la misma. 

Unos años después Pink Floyd publicó una continuación a todos los efectos, The Final Cut (1983), con ventas y críticas más moderadas. Pero llegó un momento en el que Roger resolvió que tenía que cortar por lo sano. 

Fue este desgaste el que llevó a Waters, en aquella noche soñada, a jurar, en literaria guisa, que no volvería a interpretar su Muro hasta que no cayera el de Berlín.

Sin embargo, nos atrevemos a adivinar que en la década siguiente deseó más de una vez volver a denunciar el sistema, a poner el grito en el cielo, a ser el gran crítico del rock. Sobre todo cuando, tras su salida de Pink Floyd, el éxito de crítica y de masas dejó de sonreírle merced a placas altamente idiosincráticas como The Pros and Cons of Hitch Hiking (1984), los pensamientos en tiempo real de un hombre casado sobre ligarse a la autoestopista que acaba de recoger, o Radio K.A.O.S. (1987), denuncia del monetarismo acerca de un discapacitado mutante que puede “sintonizar” su mente con las ondas de la radio. Pero tenía un juramento que cumplir. 

Hasta que cayó el Muro de Berlín. El 21 de julio de 1990, ocho meses después del acontecimiento, tenía lugar en la antigua tierra de nadie entre las dos Alemanias uno de los shows más majestuosos de la historia, con la colaboración de Scorpions, Van Morrison, Bryan Adams, Joni Mitchell, Sinéad O'Connor, The Band o el coro del Ejército Rojo. The Wall –Live in Berlin deja claro que su líder le tenía infinitas ganas. Cualquiera diría que había orquestado él solito el colapso del bloque soviético para quedarse a gusto… 

Y vaya si no lo volvería a hacer.

Sobre el autor:

oscar_carrera-2

Óscar Carrera

Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

...saber más sobre el autor

Archivado en:

Si has llegado hasta aquí y te gusta nuestro trabajo, apoya lavozdelsur.es, periodismo libre, independiente y en andaluz.

Comentarios

No hay comentarios ¿Te animas?

Lo más leído