Por fin algo interesante, pienso, antes de acudir al teatro municipal a ver La vuelta de Nora. (Casa de Muñecas 2). Un halo de luz en la nuevamente decepcionante programación del curso teatral jerezano. Se trata de una secuela libérrima de la célebre Casa de Muñecas; es una moderna obra de corte feminista que sitúa la acción en otro siglo, el XXI, pero con los mismos protagonistas que su antecesora.

Prácticamente lleno está el Villamarta: un público señorial, refinado y de edad madura ocupa sus asientos. Se abre el telón y todo comienza a torcerse. El patio de butacas parece poseído por un gigantesco y demoledor virus de la gripe. Cientos de toses y carrasperas se suceden simultáneamente. Apenas puedo concentrarme en el sufrido diálogo de Nora (Aitana Sánchez Gijón) y Anne Marie (María Isabel Díaz), su criada.

Suenan los papelillos de caramelos, las toses persisten. Varias personas cercanas a mi butaca olvidan apagar la alarma del móvil a pesar de las advertencias previas a la obra. Suena también, los avisos de algún chat sin silenciar. Otra pareja comenta cada escena cuchicheando, criticando a los actores. De repente, una persona situada en las últimas filas (involuntariamente, claro está) vomita provocando el revuelo en los últimos asientos de la platea. Hay alboroto. El carraspeo continua su curso, incesante, perenne.

Para cuando me doy cuenta estoy viendo el tercer acto; una tira y afloja entre Nora y Emmy (su hija) que enfrenta a dos generaciones y por consiguiente, a dos perspectivas diferentes de la feminidad: la de la emancipación y la libertad total que defiende Nora con vehemencia y la de los cánones tradicionales de la vida en pareja (monogámica) a la que se aferra su hija menor. El tramo final de la obra, más ardiente, levanta el vuelo tras un inicio de obra sobrio y discreto. Y es que el pulso al patriarcado, personificado en Torvarld (Roberto Enríquez), es el mayor interés de una obra deslucida por una audiencia grosera y distraída.

Al bajar el telón algunas personas que habían bostezado durante la obra (sin cubrirse la boca, obviamente) aplauden con vehemencia al elenco. Las toses y las carrasperas han desaparecido por arte de magia. Visten sus elegantes abrigos con cara de satisfacción, sus sombreros, asienten unos a otros y actúan como si no hubiera ocurrido nada. No hay rastro de enojo en ese público faltón y despistado: “Han estado fantásticos“, escucho decir a un señor con apariencia de progre que no paró de toser en toda la obra. Me pregunto dónde ha habido más teatro, si dentro o fuera del escenario.

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Alejandro López Menacho

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