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Los hermanos pequeños atan cabos. Al igual, los tonos mayores alegran más que los menores. Los primeros iluminan; los segundos, difuminan.

Los hermanos pequeños atan cabos. Al igual, los tonos mayores alegran más que los menores. Los primeros iluminan; los segundos, difuminan. Por ende, ambos dos, se complementan en la paleta de sonido cósmico para el oído más espasmódico. Así pues, para sumar doce son necesarios dos números impares: el siete y el cinco.

Kiko Narváez, jerezano ilustre y celebérrimo mediapunta atlético, celebraba los goles haciendo la flecha. Normal: meter un gol es dar en la diana de la vida. El gol, al igual que el fútbol, es todo.  Al celebrarlo sientes algo más poderoso que un orgasmo. Los hinchas de corazón (y, aún más, los  aficionados desapasionados de colores y escudos) celebran con razón este culmen estético del estoicismo popular.

A ver, chaval, la vida es tan compleja como uno quiere que sea. Rosario, alguna tarde de espontaneidad y corolario, le explicó a un amigo suyo (algo desnutrido y despistado) que, para calmarse debiera aprender de los animales y la naturaleza. De entre la fauna y flora, su amigo pensó al instante en la cabra y en el helecho.  Se confundió: su parte íntima vivía cómodamente entre el gallo y el romero. ¿Y la externa? Cuentan las crónicas que, al bajar a transitar los Remedios (sin credo ni su jerezana de pura cepa) un lobo aullaba Sr. Troncoso a la luna y le impresionó. Por fortuna, el adalid de la noche lo alcanzó por el Barrio de Santa Cruz. Olisqueando el próximo cuajar de los naranjos, se centró en el incipiente olor primaveral a azahar. Y se estremeció: de algún modo, se sentía mudo y sordo en un mundo sin su verdad y su alegría.

La melancolía se le apoderó siete segundos. Desconocía si sabría, a las seis de la mañana, reconocer ante su sombra la verdad y la virtud. Y, entonces, declararla. En realidad, le pesaba en la espalda cierta cruz. Sus manos ansiaban palmear.  Su garganta, cantar. Y, ah, sus pies... Ay, sus pies. Sus pies querían bailar pero le dolían.  Normal, no se puede pasar del reposo a la intemperie sin bostezar. Por esta regla de tres, ¿cómo pretende una serpiente prender la selva y salir indemne de su barbarie? Si un corredor sale, loco y con la digestión sin terminar, a por el álbum blanco de The Beatles; éste, naturalmente, no debiera pretender volver a casa (sano y salvo) con el LP bajo el brazo sin acabar en boxes y pidiendo la hora. Finalmente, en la prórroga, un amigo trajo consigo una bici y se la prestó. ¿A fondo perdido? No. Le puso una condición: vuelve a casa pedaleando a tu ritmo mientras silbas canciones de Syd Barrett.

Dicho y hecho: el tipo se perdió silbando a Syd. ¿Y qué fue de la bici? Cuentan, los trovadores de Andalucía La Baja, que ha sido vista en posesión de una joven pelirroja del pueblo. Ella jura que, al no ser suya, está obligada a compartir la bici con todo aquél que la necesite para una misión redentora. Eso sí, sin prisas (y a la risa). Sin compromisos. 

Sobre el autor:

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Daniel Vila

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