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París. 13 de noviembre. La barbarie. Seis atentados simultáneos: 129 muertos y 352 heridos. Estado de emergencia y cierre de fronteras. La Ciudad de de la Luz amanecerá mortal y apagada.

Al día siguiente, incrédulos y conspiranoicos (tanto montan estos dos primos consanguíneos) se prestan a manifestaciones laicas y a un gran corro de la patata por la paz. Y usted, hombre de la calle, se preguntará, ¿cómo se puede ser tan sapo? La vileza del oportunista no conoce límites. Y tampoco la demagogia del eunuco y su canelo. ¿Despertará la menopáusica Europa de una vez por todas? Desde luego que no si confía en pintamonas que apuestan por ridículos "consejos de la concordia". ¿Cómo pueden algunos templar gaitas mientras afuera te han declarado la guerra y tus hermanos yacen? Del infantiloide pacifismo al gulag hay menos de doce pasos.

Y todo esto está pasando así hasta cierto punto, en este sitio y en esta fecha.

Un amigo me manda diversas capturas con los disparates tuiteros del personal. De nuevo Arturo Pérez-Reverte es el más lúcido: "La Europa de ideas serenas, democracia, cultura y dignidad está asustada, estupefacta y en fuga. Y huir sólo sirve para morir cansado. La mejor arma del terrorista es la incredulidad paralizante de la víctima. Esto no puede estar pasando, piensa. Va contra las reglas. Lo que llamamos Occidente ya no está preparado para encajar horror. Lo borramos de nuestra educación. Esa desmemoria nos deja indefensos. Somos víctimas de nuestra falta de memoria, nuestra comodidad y nuestra propia estupidez. Somos bobos. Nos creíamos a salvo en Disneylandia."

Nada más que añadir. Hablar es donarse al malentendido.

No sé de todo y, a mi pesar, no llego ni a las forzadas pintas de reportero neyorquino de Clark Kent. No sé de todo. Reconozco, vencido y humillado, que en innúmeras ocasiones no supe conducir mi vida por el camino correcto. Demasiadas veces busqué en vano que alguien calmase mis noches en vela. No sé de todo. Impaciente y descorazonado, a los quince me abandoné a la duda metódica de Montaigne. Fruto de tal desespero acabé descuidando la finta y el sprint del preciso cirujano (artesano de versos) en pos de una espesa incertidumbre ilógica que emanaba zurdas conclusiones prosaicas. La axiomática de Robert Blanché o el Discurso de metafísica de Leibniz fueron mis laberínticas lecturas. Por suerte, en una mala caída de mi fiel Llamrei recuperé la cordura. Y, en mala hora, huyendo del frío, confundí a una morena bajita con Ginebra en un paso de cebra por la calle Princesa. No necesité más yelmo de mambrino ni revelaciones con ayahuasca para levantarme del sueño de los justos.

Dicho esto, con la autoridad que me otorga el fracaso, puedo afirmar (y afirmo) que ante el asesino no debemos temblar, que con la ley se ajusticia la barbarie y que no basta decir ni ampararse bajo un hashtag cuando la sangre inunda nuestras calles. Tuitear necedades es de cobardes. Maquillar la verdad es de hipócritas (y cosas peores también).

En 1942 se estrenaba Casablanca. Ni que decir tiene que la película de Michael Curtiz con guión de los hermanos Epstein se forjó y estrenó en plena Segunda Guerra Mundial. Cualquiera puede imaginar lo que supuso para el espectador medio el visionado de esta película en tales circunstancias. Sobran los motivos para loar la valentía y el compromiso de Warner Bros para con esta empresa.

Casablanca, esa película que pertenece al género de las películas irrepetibles, capta el espíritu de su tiempo y nos recuerda que el idealismo y la fidelidad a unos valores cívicos nos proporcionan el lujo y la virtud de llamarnos ciudadanos.

En diálogos como el siguiente, es de una militancia política objetiva:

-Rick: "¿Nunca se ha parado a pensar si su causa merece tanto sacrificio?"

-Laszlo: "Pregúntame porqué se respira. No respire y morirá. No combata el mal y morirá el mundo."

En la mítica escena final del aeropuerto, cuando Ilsa y su esposo logran finalmente escapar a Lisboa (y de ahí a los Estados Unidos) gracias a los salvoconductos de Rick, la comisura de los labios de Ingrid Bergman derrama lisura e invita a abandonarse en un romanticismo feroz. Él renuncia a su amor por un ideal más elevado (sólo para sus ojos).

- Ilsa: "¿Nuestro amor no importa?"

- Rick: "Siempre tendremos París. No lo teníamos. Lo habíamos perdido hasta que viniste a Casablanca; pero lo recuperamos anoche..."

¿A qué viene recordar todo esto? En días tan tormentosos debemos reivindicar nuestra civilización, enorgullecernos de pertenecer a una cultura común que logró establecer el bienestar y la prosperidad de generación en generación. Nos merecemos salir y convivir los unos con los otros, pasear por nuestras avenidas, viajar a nuestras fabulosas ciudades. Y, por supuesto, volver a unir nuestras voces en un cántico por la Francia de la Ilustración y la Declaración de derechos del Hombre:

Nous entrerons dans la carrière
quand nos aînés n'y seront plus,
nous y trouverons leur poussière
et la trace de leurs vertus.

Bien moins jaloux de leur survivre
que de partager leur cercueil,
Nous aurons le sublime orgueil
de les venger ou de les suivre.

Sobre el autor:

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Daniel Vila

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