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Las obras menores son necesarias. En ellas podemos disfrutar de ciertos matices ajenos a las superproducciones.

El mes pasado, don Óscar Carrera Sánchez, ilustre colaborador de esta publicación, me pasó la primera mitad de la obra del cineasta francés Jean-Luc Godard. Digamos que las películas entregadas conforman el friso más logrado y loado del máximo exponente de la nouvelle vague. A saber: Al final de la escapada, Vivir su vida, El pequeño soldado, El desprecio o Pierrot el loco. Es decir, de 1960 a 1972. ¿El resto? Un ejercicio panfletario, una huida hacia delante, una apuesta por la vanguardia. En un momento dado, Godard renunció al gran destino que le venía dado como cineasta de culto para la inmensa mayoría y se propuso abandonarse en esos poemas fílmicos tan afectados y del gusto de los modernos.

Discutíamos con Carrera Sánchez acerca de las obras menores y la importancia de éstas en la trayectoria de todo autor. En mi opinión, las obras menores son necesarias. En ellas podemos disfrutar de ciertos matices ajenos a las superproducciones. Buena parte de nuestro legado cultural más estimable proceden de empresas, más o menos, plausibles y humildes. 

Manejar el silencio es incluso más difícil que manejar la palabra. Difícilmente, como bien sabe Cristiano Ronaldo, puedes replantearte algo que nunca te has planteado. Aunque cambiemos de traje, en el fondo, desnudos vamos. El tiempo, ese juez implacable que da y quita razones, pasa y nos vamos volviendo viejos: al trovador y a la ramera con la edad le vienen los problemas. Bueno, añadamos un tercer oficio, el deportista profesional. ¿Conocen esta frase de El largo adiós?: "Le dije adiós cuando todo era triste, solitario y final". Hasta el próximo domingo.

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Daniel Vila

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