La reconquista de los ‘moriscos’

La atmósfera de 'Gitana mora' al son de Jose Cabral, integrante de La Banda Morisca en pleno directo. FOTO: MANU GARCÍA

Como Juaniquín, el cantaor que nació viejo en una choza en medio del triángulo del cante y fue maestro sin saberlo. Como Wallada, que muchos siglos antes componía versos perdidos a sus amantes y al desamor para acabar siendo la gran poetisa entre los grandes poetas de Al-Andalus. Como Bernarda, que jamás quiso ser artista e hizo escuela cantaora desde Utrera. Como tantas otras cosas y personas poderosas que nacen, se reproducen y no mueren aunque las entierren. Como tantas cosas que no quieren enseñarnos y que al fin descubrimos. Será porque la raíz rebrota siempre más fuerte, La Banda Morisca cumple una década con más sangre y memoria que nunca.

Lleva ya este grupo un buen puñado de años reivindicando toda la herencia cultural y popular que atesora Andalucía desde hace mil años y que, en buena parte, se ha ido sistemáticamente sepultando por la historia oficial. En su labor de arqueología, con un sonido fronterizo y mestizo que hace honor a aquella franja que separaba el reino de Granada del de Castilla, los moriscos trazan un nuevo y kilométrico periplo sin moverse del sitio. Sin menearse un ápice del lugar en el que siempre estuvieron: en la búsqueda de esas huellas de la memoria —de esos tesoros poéticos y musicales— que llegan a nuestros días sin que nos hayan advertido.

Cala, en un momento del concierto en Guadalcacín. FOTO: MANU GARCÍA

Quizás en Las tres morillas que cantan José Mari Cala y Paqui Benítez (invitada a los coros y perfecto contrapunto femenino al vocalista de La Banda) esté todo el núcleo. La influencia arábigo-andalusí sobre la primitiva lírica románica, la comunicación total entre dos universos que siempre nos dijeron (y algunos nos siguen diciendo) que estaban de espaldas y solo aguardando nuevas sangrientas cruzadas. Un vocalista entre los melismas del almuecín y el metal del cantaor redondo.

Amor a la música y conexión, en cambio, ha desparramado el grupo en el coqueto teatro de Guadalcacín, antigua pedanía jerezana que suprimió el apellido ‘del Caudillo’ hace ya muchos años para cumplir con la memoria histórica y para, precisamente, mantener el vestigio intacto andalusí en su nomenclatura original. En ese núcleo rural, casualidades o no, ha tenido lugar el preestreno del tercer trabajo discográfico de La Banda Morisca, Gitana mora, un libro-disco que pronto verá la luz gracias a una intensa campaña de micromecenazgo que ha permitido su financiación. La tenacidad y entrega del colectivo está fuera de toda duda, a la vista de una industria musical y cultural que, una vez más, se mueve a menudo por otros parámetros totalmente ajenos al arte.

La reconquista de los ‘moriscos’
Un momento de una actuación reciente de La Banda Morisca. FOTO: MANU GARCÍA
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FOTOS: MANU GARCÍA

La energía contagiosa de La Banda, como han demostrado sus integrantes y así lo ha recibido la sala, sigue intacta sobre los escenarios: desde las cuerdas de Jose Cabral hasta los vientos de Antonio Torres, pasando por el bajo de Topo Melgar y la percusión de David Ruiz, ha habido redondez y buenas vibraciones en la hora y media de concierto. Más aún, gracias a las texturas y a los climas del diseño de iluminación y a un apunte dancístico que ha ayudado a completar el discurso —esa cobijada tan gaditana de la bailarina Bea Bartüs— sin ensombrecerlo. Como en cualquier preestreno, ahora es probable que haya que remachar algún detalle, pero tanto repertorio como puesta en escena han ofrecido un nuevo salto de calidad en la carrera de este sexteto folk con base en Jerez.

Han estado algunas de las composiciones de sus dos anteriores discos,Ya Adili Billah, En toíto te encuentro, Algarabya, Zaide, La alboreá de las calabazas, pero como era de esperar se ha ampliado el espectro (y el viaje) con los ricos aportes que ofrecerá pronto el nuevo álbum: una guajira de ida y vuelta que evoca a la también Andalucía olvidada de la memoria negra; una soleá de Juaniquín con unos arreglos musicales de gran valor para entender lo que debería ser eso que llaman fusión en el flamenco; una pieza, La milonga de Wallada, que han casi susurrado Cala y la cantante Laura B, bajo el violín inquietante de Belén Lucena; y ya en los bises, La niña de la alhucema, la evocación continua de oriente y el reencuentro entre dos orillas tan lejanas, tan cercanas con el que estos moriscos nos reconquistan para su causa. Una causa siempre integradora, siempre por amor al arte, sin doctrinas ni falsos activismos. Que crea escuela con solo querer hacer música.

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