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Nos proponemos analizar desde la óptica feminista un par de canciones infantiles muy coreadas por varias generaciones de nuestro país. A primera vista parecen una serie de sinsentidos sin mayor trascendencia, pero una disección detallada puede dar pie a la reflexión y levantar cuestiones de primera importancia, si no revela alguna alegoría soslayada. Sin pretender enfangarnos en el cenagal infinito de los juicios de intenciones, nuestra exégesis se centrará únicamente en la realidad escondida tras los versículos. Lo único que se puede remarcar sin adentrarse en peligrosas arenas movedizas conceptuales es que se pueden establecer correspondencias con fenómenos muy, pero que muy reales. Mi barba tiene tres pelos Ambas canciones pertenecen a los Payasos de la Tele, y fueron publicadas en un single de 1971. La cara A es la archiconocida “Mi barba tiene tres pelos”. Básicamente se trata de una reiterada exhortación al público, compuesto principalmente por niños, a repetir el estribillo con algunas variaciones. La estrofa en cuestión es la siguiente:

Mi barba tiene tres pelos,

Tres pelos tiene mi barba

Si no tuviera tres pelos

Ya no sería mi barba.

Los payasos animan a los jóvenes espectadores a que, mientras cantan, coloquen tres dedos bajo el mentón para fingir esa barba que ninguno de ellos posee, pero de la que todos están aprendiendo a enorgullecerse. ¿Cuál es el problema? Que los niños acabarán ostentando la barba a la que aspiran, pero las chicas nunca la alcanzarán. Se selecciona, pues, un rasgo asimétrico y desigual del cual, sin embargo, todos desean preciarse, y se insiste en su naturalidad y su importancia para el desarrollo identitario de cada uno de los sujetos (“si no tuviera tres pelos, ya no sería mi barba”). Refleja este infantil corro los relatos legitimadores que, en las sociedades patriarcales, señalan una jerarquía en base a los rasgos masculinos, por encima de cualesquiera otros de género neutral (como el tamaño de las manos, la estatura, la forma de las orejas...). No se respetan así las diferencias: quien tenga senos pronunciados o caderas anchas sabrá en su fuero interno que lo óptimo, aunque para ellas resulte inalcanzable, es tener barba, pelo en pecho y otros atributos del género no marcado, el masculino. Se trata de un rasgo arbitrario, que responde a la elección caprichosa de un sexo como dominador del otro. No resiste ninguna racionalización desprejuiciada, y la contemporaneidad le ha restado todo su crédito teórico, pese a que las viejas divisiones se mantengan en la práctica social. De hecho, en uno de sus vericuetos la canción se retracta de su conservadurismo y decide obviar la palabra “barba”, alegando que es “una barbaridad muy bárbara”. Invita a los niños a repetir el estribillo sin pronunciarla:

Mi … tiene tres pelos

Tres pelos tiene mi …

Si no tuviera tres pelos

Ya no sería mi …

A algunos mal pensados esta oscura omisión puede parecerles una alusión genital aún peor, pero creemos que la idea es mucho más ingenua: habiéndose deslegitimado el rasgo concreto que fundaba la opresión, ésta continúa de forma ciega y mecánica. Poco importa que no se considere ya al varón a imagen y semejanza de Dios, que ellos se afeiten, se perfumen, se dejen el pelo largo y desdibujen todas sus características tradicionales físicas y emocionales: la vieja opresión de género, que es más metafísica que otra cosa, persiste de generación en generación. Poco importa que ya no haya “barba”, la odiosa cantinela seguirá sonando. En una última vuelta de tuerca, se elimina la palabra “pelos”:

Mi … tiene tres …

Tres … tiene mi …

Si no tuviera tres …

Ya no sería mi …

Esto nos recuerda a la depilación masculina como última distinción por eliminar, y, al mismo tiempo, emula las grandes carencias del discurso tradicional patriarcal, el cual, pese a sus roturas e incoherencias, pese a sus términos vacíos, sigue teniendo un sorprendente calado, de arraigo más emocional e inconsciente que intelectual. Aunque sus proposiciones concretas se vayan erosionando, el relato legitimador se perpetúa en función de su propia estructura, y de la inercia de los que continúan coreándolo. La gallina Turuleca Dejemos ahora a un lado esta loa a la capilaridad trinitaria y pasemos a la cara B del mismo sencillo, donde encontramos una canción tanto o más jugosa que la anterior. La Gallina Turuleca (que no Turuleta, como habitualmente se piensa), es la ingeniosa adaptación por parte de los Payasos de la Tele de “A Galinha Magricela” del brasileño Edgard Poças. Es curioso que, tras una cara A de puro orgullo barbudo nos encontremos con un personaje femenino en la cara B, y no uno cualquiera, pues suma a la categoría de tema de relleno un carácter neurótico y lastimoso. Pero no nos obcequemos con el formato: detrás de cada uno de sus versos se oculta todo un universo de significados.

Yo conozco a una vecina

Que ha comprado una gallina

La relación de posesión entre la vecina y su gallina imita a otra relación superior: la que esa vecina entabla con el hombre al que está ligada de por vida mediante la institución del matrimonio. En efecto, lo que se extrae de aquí es la idea de posesión, una posesión que depreda a la vecina, objeto de su marido, hasta tal punto que sólo puede desquitarse comprando a una mascota (la gallina) que le pertenezca plenamente, en la que poder descargar el trato denigrante que se abate sobre ella, perpetuando en nuevos ciclos la espiral de violencia. Las razones para justificar este movimiento serán detalladas más adelante, pero adelantaremos una, quizás la más evidente: lo inverosímil de que el narrador masculino que nos cuenta la vida de esa vecina a la que parece espiar con frecuencia (luego incluso hablará de las diferentes habitaciones de su casa y del uso que les da) tenga un interés real en la gallina. A su esposa (o su madre en su defecto) con esas excusas cuando le pille con los prismáticos.

Que parece una sardina enlatada

Posible referencia al encanto que la literatura occidental ha atribuido desde siempre a las sirenas, esos seres de agraciado busto femenino y misteriosa cola de pez. Sin embargo, como todos sabemos, las mujeres de carne y hueso deben someter a su cuerpo a una infinidad de tratamientos vejatorios y restregarlo en mil y un potingues y artificios para seguir los dictámenes que marca el modelo de belleza “oficial”. De ahí lo de “sardina enlatada”, en contraposición a la verdadera sirena, pues nunca, por muchas técnicas antinaturales que se utilicen, se conseguirá más que una hermosura de plástico, prefabricada, cosmética, lejos de unos modelos ideales, irrealizables, mitológicos si cabe.

Tiene las patas de alambre

Porque pasa mucho hambre

Escueta pero magistral definición del ideal de belleza de nuestro tiempo, al que nos referíamos en el párrafo anterior. Sobran los comentarios.

Y la pobre está todita desplumada

Otra frase que no necesita mucho análisis. En efecto, esas mujeres que estiran y alteran su fisionomía para acercarse a modelos imposibles suelen comenzar por una verdadera agresión epidérmica: la  práctica de la depilación. También puede referirse a cómo ha sido desvalijada de su dinero y pertenencias por sus sucesivas parejas sentimentales,  por no hablar de cómo la “desplumaron” de su inocencia, sus ilusiones…

Pone huevos en la sala

Y también en la cocina

Pero nunca los pone en el corral

Enumeración de los lugares donde se desarrolla su actual vida de casada: el destinado a la transformación de los alimentos para hacerlos aptos para el consumo y el escenario de las labores de costura y ocasional lectura escapista de best-sellers sin calado literario. El corral, en este sentido, se refiere no sólo al patio, sino a lo que está más allá, al mundo exterior al cual nuestra protagonista sólo tiene permiso y motivación para dirigirse si es para efectuar compras de útiles y sobre todo de inútiles, los cuales producen una suerte de catarsis que alivia superficialmente la opresión a la que se ve sometida en el hogar. El punto álgido de esta espiral de compras insaciable ha sido la adquisición de esa gallina que será su única amistad a partir de ahora, o la única que tendrá el visto bueno de su marido.

La gallina Turuleca

Es un caso singular

“Esta chica es un caso”. Opera aquí el principio de responsabilizar al individuo por los efectos que sobre ella o él ejerce la sociedad. Si su comportamiento, sometido a la presión patriarcal desde la infancia, se torna irregular o errático, siempre se buscará la causa en factores internos, sin ir a la raíz estructural del problema, como sucedía en el siglo XIX con el  diagnóstico de la “histeria femenina” y hoy con el de adicciones como la ludopatía o la compra compulsiva.

La gallina Turuleca

Está loca de verdad

Como avanzábamos antes, una tensión sostenida como la que tiene que sufrir nuestra protagonista sólo puede tener una vía de escape: la neurosis. No sólo la adicción a las compras que ya hemos referido, sino toda suerte de estados patológicos que la dejan alelada y, nunca mejor dicho, “turulata”. Llegados a este punto debemos de hacernos, al fin, la gran pregunta. ¿Cuál es la verdadera función de nuestra protagonista? ¿Con qué objetivo, consciente o inconsciente, padece una vida aburrida, sin aspiraciones, plagada de subrepticias vejaciones diseñadas para los individuos de su sexo en todas las esferas del orden social y económico? ¿Qué utilidad tiene? ¿Qué aporta ella, tanto a la sociedad en su conjunto como en el seno particular de su infeliz matrimonio? La respuesta es clara e inequívoca:

La Gallina Turuleca

ha puesto un huevo, ha puesto dos, ha puesto tres.

La Gallina Turuleca

ha puesto cuatro, ha puesto cinco, ha puesto seis.

La Gallina Turuleca

ha puesto siete, ha puesto ocho, ha puesto nueve.

Dónde está esa gallinita,

déjala a la pobrecita, déjala que ponga diez.

La procreación, sin lugar a dudas. El embarazo continuo, el parto rutinario, la fecundación descontrolada, cuyo único límite es el límite de fatiga de la libido del inseminador. Además, es más que probable que en el corpus ideológico reaccionario del que son víctimas los personajes figuren ciertos credos cuyos dogmas de fe incluyen la estigmatización de los métodos anticonceptivos. Nuestra 'gallina' ponedora está convencida desde su más tierna infancia de que la realización personal más elevada que le está deparada es la maternidad, la prolongación biológica de sus genes y, en el caso de su descendencia femenina, de su triste sino. Así pues, no asombra que ella misma sea la que quiera someterse a nuevos yugos y aspire a un décimo retoño al que dedicar el escaso tiempo libre del que ya dispone. En todo caso, debido a la desatención paterna en la educación de la prole, es poco probable que  su cónyuge tenga mucho que oponer a ello aunque, perpetuando sus fantasías de dominación, se haga de rogar (“déjala, déjala que ponga diez”, dice también el narrador, sosteniendo los prismáticos con una sola mano). Otra posibilidad es que sea el ejemplar masculino el que abiertamente instigue la consecución de un nuevo vástago. Quizás los nueve anteriores resultaron, desgraciadamente, del mismo género que su madre, y él no se dé por rendido hasta que no consiga su heredero masculino, con el que poder mantener el correspondiente compadreo y al que poder iniciar personalmente en el arte del denuesto hacia el resto de los integrantes de la unidad familiar. Puede entonces que no sea una condición tan voluntaria esa de “gallina ponedora”, y podemos imaginar una escena dramática en la que el macho pasee por la casa, entrando en ropa interior en los cuartos y gritando a pleno pulmón“¿dónde está esa gallinita?”, mientras la madre le espera, sentada en la cama, en la oscuridad de la última habitación. La gallina es un animal comúnmente asociado a la cobardía, a la falta de valor para salir de una situación desagradable. Ahí reside el último bastión de las viejas ideologías: “las mujeres actuales, en una sociedad plenamente igualitaria como la que vivimos, si no cambian su situación es porque no quieren”. En otras palabras, porque son unas gallinas, o bien les gusta serlo. No se atiende a las desigualdades estructurales en el mundo laboral, político y social, o, mucho más peligrosas, en la educación familiar, perpetuadora de roles milenarios. Hoy, por ejemplo, los temas de debate más sonados son la violencia de género, los abusos sexuales, las diferencias salariales o los lapsus machistas de políticos y famosos, pero persiste una cuestión subterránea que rara vez se toma en consideración: la de aquellas mujeres que, aunque no perezcan literalmente a manos de sus maridos, sí que mueren por dentro bajo un  régimen de tácito confinamiento. La estructura del single de Miliki y sus hermanos, vista desde este punto de vista, es análoga a la de la familia nuclear clásica: en la cara A, la pública, la exitosa, un macho dominante, orgulloso de su condición; en las sombras domésticas de la cara B, la hembra oculta que mantiene al anterior, cuyo cometido es la crianza de los hijos y el acatamiento de la autoridad del esposo en todo momento. Incluso si la barba de éste sólo tiene tres pelos.  Nótese que, en varios de los vídeos de la canción, la gallina aparece como objeto de burlas. En uno particularmente extendido, un anciano ríe mientras la protagonista, con un escueto bikini como única vestimenta, tropieza, se cae y comete mil torpezas.

Sobre el autor:

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Óscar Carrera

Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

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