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Violencia de género en el siglo XVIII donde un monje acuchilla a una joven en presencia de la madre de la víctima y posteriormente el asesino es indultado por el rey Carlos III.

Corría el domingo 6 de marzo de 1774 y acababa de terminar la misa de once en la iglesia del Carmen de Sanlúcar. En esta época, la población sanluqueña era la tercera —tras Cádiz y Jerez— más numerosa de la provincia, con unos 15.000 habitantes, 34 edificios sacros y 535 religiosos. La ciudad soportaba la presión de un alto número de conventos, lo que agravaba la situación económica ya debilitada por el traslado de la Casa de Contratación a Indias desde Sevilla a Cádiz en 1717.

En el pórtico del convento de carmelitas descalzos, anejo a la iglesia, se había producido un gran alboroto. Un religioso de este convento, del que aún se conserva una parte, a la salida de misa, acababa de degollar y coser a puñaladas, en presencia de su madre, a una muchacha de 18 años, hija de Don Luis Agustín Tassara, personaje relevante de la población gaditana. Lo había hecho cuando vio que no pasaba nadie que pudiera socorrerla y la dejó allí tendida revolcándose en su sangre. El asesino, todavía con el cuchillo en la mano, salió corriendo y se refugió en el convento de los agustinos, uno de los muchos por entonces existentes en la ciudad.

El carmelita frecuentaba a María Luisa, que así se llamaba su víctima, en la casa de sus padres, situada justo enfrente de la iglesia, por lo que se comunicaban incluso a través de las azoteas o por escrito, habiéndose tomado, según consta en los documentos relativos al caso, "mutua estimación". Viendo la deriva que tomaba el asunto, el confesor de doña Juana, la madre de la niña, le aconsejó que estas continuas visitas de Fray Pablo a su hija no eran nada convenientes y que debía suspenderlas, cosa que la dama hizo con prontitud.

Fray Pablo lo llevó muy a mal, se sintió profundamente ofendido y habló con el padre de la chica, que corroboró la decisión de su mujer. No dejó, sin embargo, la correspondencia por escrito con María Luisa, ni de rondarla y hablarle cada vez que podía. También le hizo ver a su madre, en relación con un personaje llamado "el Salinero", vecino de la familia y hombre casado, con el que María Luisa sostenía un trato asiduo, los celos que en el fondo sentía por esta otra relación de su hija. La reiterada negativa de los padres de la joven a que el clérigo volviese a entrar en su casa desencadenó la tragedia. Ese domingo de marzo al terminar la misa, el fraile salió al porche de la iglesia, irritado y fuera de sí, se acercó a las dos mujeres y empezó a insultar a María Luisa. La madre, para evitar ser ofendidas en un sitio tan público, le dijo a su hija: "Vámonos a casa". El religioso las detuvo diciendo: "Su hija no va a casa hoy", y sacó el cuchillo flamenco que llevaba escondido en la manga —un cuchillo especialmente punzante, prohibido por la ley— y consumó el asesinato, a pesar de las súplicas horrorizadas de la madre.

Este suceso conmocionó profundamente al pueblo de Sanlúcar, que después de más de dos siglos, aún no lo ha olvidado. Fue recogido a finales del siglo XVIII por españoles como Blanco White —que afirma que los celos del religioso se debían a que la joven había aceptado una propuesta de matrimonio muy conveniente para la familia— o Francisco de Saavedra, y también por viajeros extranjeros como Swinburne, Peyron, Townsend o Lantier.

Pero no es sólo el relato de unos hechos atroces lo que interesa destacar, sino el contexto socio-político y jurídico que permitía e incluso favorecía la impunidad de estos crímenes o la imposición de un castigo que no se correspondía con la gravedad de los mismos. Podemos ver por éste y otros muchos casos semejantes, estudiados por S. Daza y Mª Regla Prieto, que la cuestión del celibato eclesiástico no era —y no es— sólo un problema personal, sino que tenía y tiene profundas derivaciones sociales y jurídicas en las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

Era además un serio inconveniente para la igualdad de todos los españoles ante la ley la existencia de tribunales eclesiásticos, cuando había implicado un miembro de la Iglesia, lo que muchas veces desembocaba en la práctica en la inmunidad o en castigos muy leves y a su vez llevaba con frecuencia a confrontaciones con la justicia civil. También la nobleza y clases profesionales de alto rango, aunque sujetas a los tribunales ordinarios, eran usualmente tratadas con mayor benignidad en sus procesos, llevados con opacidad y secretismo a fin de evitar el escándalo público. Hay que contar también con el derecho de asilo en sagrado de que gozaba cualquier delincuente, lo que suponía de hecho sustraerse al castigo de su delito. Por si fuera poco, en Sanlúcar, a pesar de haber sido incorporada a la corona en 1645, convivía todavía en el siglo XVIII una doble administración, la del Duque de Medina Sidonia y la real, lo que supuso una larga pugna de intereses y de enfrentamientos, algunos de ellos especialmente virulentos.

La importancia del caso de fray Pablo de San Benito es que se trata de una de las primeras veces en la historia de España —si no la primera— en que un juez civil o real (estamos en el reinado de Carlos III) va a juzgar a un eclesiástico, protegido por todos los fueros de la época. Este juez, que actuó con suma diligencia y rapidez, era el licenciado Roque Marín Domínguez, alcalde mayor de Sanlúcar en esos momentos, que consiguió sacar al clérigo del convento de los agustinos, meterlo en la cárcel y tomarle varias declaraciones, a pesar de verse sometido durante todo el proceso a  afrentas de todo tipo. En esas declaraciones, el religioso, algunas veces entre risas, se defendió diciendo que su crimen era poco delito, pues había matado a una "palomita" y que no era tan importante "haber matado a una mujer".

Después de muchas idas y venidas entre la jurisdicción real y la eclesiástica, en noviembre de 1774, Carlos III, un rey con gran consideración hacia la iglesia, indulta al fraile de la pena capital a la que había sido condenado, previa degradación de su condición sacerdotal, y ordena cadena perpetua en un penal de Puerto Rico, al que fue trasladado en 1775. Durante todo el siglo XVIII, Ilustración y Religión irían enfrentándose cada vez más hasta desembocar en la gran explosión anticlerical del siglo XIX. En 1837, se reconoció por primera vez la necesidad de un solo fuero para todos los españoles en los juicios civiles y criminales, aunque ya se había recogido tímidamente en la gaditana Carta Magna de 1812. Pero no fue hasta la Constitución revolucionaria y progresista de 1869 cuando se establece definitivamente la unificación de fueros, derogada antes por Isabel II en 1845.

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Claudia González Romero

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